Itzae, el elegido

Itzae, el elegido cubierta

Cuando nací, el sol se tiñó de negro.

Mi padre siempre relata ese día con mucho esmero, deteniéndose en cada detalle por nimio que pudiera parecer. Yo era su primer hijo y eso dotó al acontecimiento de más valor si cabe. Pero no fue por eso que aquel día resultara tan especial.

Aún puedo verlo con los ojos entrecerrados, hablando con voz solemne, como todas las veces que le solicitaba que me explicase la historia:

“El sol alcanzó su cénit en el momento en que tu madre sacó las aguas que te albergaban. Fue entonces, cuando el resplandeciente astro, que se alzaba en la aldea y bañaba con su dorada luz los campos de maíz, se empezó a oscurecer. Al principio, me pareció como si se preparara una tormenta y el cielo se empezara a cubrir de nubes grises. Pero no era así; el cielo estaba totalmente despejado y era el sol el que comenzaba a desaparecer, de forma gradual, detrás de una oscuridad que acabó por teñirlo de negro; solo se dejaba ver un halo de luz a su alrededor, como si fueran llamas de fuego batiéndose en duelo con esa negrura; justo en ese instante, fue cuando asomaste la cabeza y llegaste al mundo gritando como solo los mejores guerreros saben hacer. La inquietud nos apresó a todos, pues era de noche aun siendo de día. Pero, lentamente, esa oscuridad se retiró para volver a mostrar un sol radiante y lleno de vigor, como tú. Solo podía haber una razón para ese fenómeno: eras el elegido por los dioses para suceder a Ikal en el Templo del Sol”.

Y no solo mi padre opinó así, sino que todo el vecindario, incluso el propio Ikal, sumo sacerdote de la aldea, afirmaron que mi nacimiento había supuesto un regalo de Itzamná, el dios del sol; de ahí mi nombre.

***

—Itzae, acércame las semillas que trajo Bej —me solicitó el anciano Ikal.

Se aproximaba la época de la siembra según el Tzolkin, nuestro calendario, y los agricultores nos habían traído sus semillas para bendecirlas y asegurar una buena cosecha. Era uno de los muchos rituales que se llevaban a cabo para ese fin.

—Tome, maestro —se las ofrecí al sacerdote.

Permanecía sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y ataviado con sus mejores galas: hábito rojo, cubierto con pieles de jaguar cruzadas en el pecho, muchas joyas y un tocado a modo de corona adornada con flores. Frente a él se levantaba el humo negro procedente del plato ceremonial que tenía delante, donde ardía el copal, nuestro incienso más preciado.

—El humo alerta a los dioses y nos conecta con ellos —dijo él sin abrir siquiera los ojos—. No lo olvides.

Yo asentí en silencio para no interrumpirlo; me había repetido eso cientos de veces. Alzó el cuenco de barro cocido, donde estaban las semillas de maíz, por encima de su cabeza y empezó a entonar unos cánticos ininteligibles.

Ikal era mi mentor; el encargado de transmitirme toda su sabiduría y mostrarme cada creencia de nuestra cultura.

Aún no me estaba permitido realizar ningún ritual, pues seguía aprendiendo. Pero, después de diez años, había asistido y participado ya en muchas ceremonias.

Mi infancia no fue como la de los demás niños de la aldea, pues todos esos años de inocencia giraron en torno a mi aprendizaje como sumo sacerdote. Mientras el resto de los críos correteaba por ahí y jugaban a ser cazadores o guerreros, yo centraba toda la atención en las lecciones de mi maestro.

Mi familia era humilde y muy devota, como la mayoría, y concibió que mis designios fueron una bendición para ellos, pues suponía que sería alguien importante. Por eso, no titubearon cuando Ikal vino a buscarme para llevarme con él al Templo del Sol; por entonces, yo contaba con tan solo siete años. A partir de ese día, dejé de ser un niño corriente.

—El dios Nal ha recibido el mensaje —dijo Ikal arrancándome de mis pensamientos—. Esperemos que la cosecha sea favorable.

—Que así sea —afirmé con decisión—. ¿Pasamos ahora a invocar al dios Chaac?

—Dame un momento —me respondió el anciano visiblemente cansado—. Recuerda que los rituales requieren un desgaste de nuestra propia energía, hay que reponerla antes de realizar otro.

—Por supuesto, maestro —dije algo avergonzado. A mis diecisiete años, la energía me rebosaba, mientras que la suya empezaba ya a escasear. Pero su sabiduría era inigualable. Todo el mundo en la aldea lo veneraba como si fuese él mismo un dios; en realidad, tenía contacto con ellos, se comunicaba con ellos. Y algún día, no muy lejano, ocuparía su lugar. Eso me causaba un gran respeto.

Mi padre se sentía orgulloso de mi sino, aunque eso supusiera haber roto con la tradición familiar: él, como lo fue su padre y su abuelo, era cazador; uno de los mejores de la aldea. No, uno de los mejores, no; el mejor de la aldea. En su piel morena destacaban unos músculos bien moldeados y unos trazos negros decoraban buena parte de la tez visible. Los tatuajes solo los llevaban los cazadores o guerreros cuando estaban de campaña y debían repintarlos en cada empresa, pues los pigmentos naturales, aunque duraderos, no eran permanentes.

Mi padre siempre encabezaba las partidas más numerosas y era el encargado de la iniciación de los más jóvenes; les enseñaba las técnicas y los secretos de cómo cazar en la selva, el uso del arco, de la cerbatana, del cuchillo de pedernal, la práctica de los hoyos-trampa y muchas más cosas. Pero yo no tuve oportunidad de aprender, y ya jamás lo haría, pues otros menesteres de más envergadura estaban reservados para mí.

—Estoy listo —suspiró Ikal levantándose con dificultad del suelo, donde aún humeaba el plato ceremonial—. Voy a necesitar agua pura y más balché.

—Ahora mismo lo traigo —me ofrecí. Antes de ir a por ella, recogí los enseres del anterior ritual liberando el espacio para una nueva ceremonia; algo que aprendí tempranamente.

Me dirigí a la ribera del río, que se encontraba a unos metros del centro de la aldea, hacia el oeste y lo remonté hasta llegar a una zona donde nadie hacía uso del río. de ahí brotaba el agua más pura y más cercana que se podía encontrar.

Llevaba conmigo un gran cuenco de barro pintado a mano por Alitzel, una artesana que hacía verdaderas maravillas con los pigmentos de los que disponía y sus delicadas manos. En el interior del cuenco, en la base, destacaba la figura de Chaac, el dios de la lluvia, con una larga nariz y sus dos colmillos saliéndole de la boca. Por encima de él, un glifo blanco indicaba la representación del norte; por debajo, otro glifo en color amarillo, el sur; a un lado y en negro, el oeste; y, finalmente, al otro lado y en rojo, el glifo del este. Las cuatro direcciones que controlaba ese dios y de donde podían venir sus lluvias.

El balché estaba ya preparado, solo tenía que rellenar otro cuenco para que Ikal bebiera antes del ritual. Se trataba de la bebida sagrada, hecha con miel fermentada y corteza del árbol del mismo nombre. El preparado le ayudaba a conseguir el estado de conciencia ideal para llevar a cabo las ceremonias.

Para el ritual de invocación del dios Chaac necesitábamos la implicación de algunos de los aldeanos, quienes se ponían sus mejores máscaras y danzaban al son de los tambores. Pretendíamos captar la atención de la divinidad hasta el cenote donde habitaba, en la misma entrada al inframundo y así atraer consigo a la lluvia.

Mi madre solía participar en estas danzas. Ella, que era muy menuda e igual de morena que mi padre, valoraba, más que cualquiera, la importancia del agua, pues se dedicaba a recolectar maíz, el alimento sagrado y nuestro principal sustento. De los dioses dependía que la cosecha fuera un éxito o un desastre. Y ahí entraba en juego el papel del sumo sacerdote, que intercedía entre humanos y divinidades para que todo se mantuviera en perfecto equilibrio.

El grupo que iba a usar las percusiones ya estaba preparado, inclusive yo, que tocaba con ellos. Mi instrumento era el huehuetl, un tambor hecho con el tronco hueco de un árbol y con la parte superior cubierta de piel de tigre. Su exterior estaba bellamente grabado con la representación un gran felino de penetrante mirada.

Los encargados de las danzas también esperaban, bajo la atenta mirada de Ikal, vestidos para la ocasión: los hombres llevaban un taparrabos de color marrón y unos cintos de cuero cruzados en el pecho. Las mujeres, por su parte, vestían una falda blanca y un pectoral, en forma de triángulo invertido, engalanado con cuentas de colores. Como decoración, ambos portaban brazaletes a distintas alturas de sus extremidades, coronas con largas plumas coloridas engarzadas y, solo los hombres, máscaras que representaban el rostro del dios Chaac.

Antes de dar inicio a la ceremonia, mi madre me dedicó una sonrisa llena de orgullo. No era yo quien iba a oficiar el ritual, pero ella se sentía como si así fuera.

Ikal, que se encontraba frente al altar de piedra donde aguardaban las siete gallinas salvajes que iban a ser sacrificadas, me miró con gesto severo y me indicó con la cabeza que podíamos empezar. Yo fui el encargado de dar el primer golpe de maza sobre el tambor. Fue un golpe seco sobre la piel tensada hasta el extremo, que vibró de forma prolongada, hasta que propiné el segundo, y los demás me acompañaron; conformamos un ritmo cadente y redundante que sirvió de base para los cánticos que empezó a entonar Ikal. Todo ello ofrecía un compás perfecto que seguían los danzantes con mucho esmero.

La danza de los hombres era una especie de combate, cuerpo a cuerpo, muy ensayado, todo medido, sin lugar a errores. Las mujeres se movían de forma mucho más relajada, más sensual a su alrededor. Y, entre todas, allí estaba ella: Muyal.

Su tez era tan blanca, que resplandecía igual que lo hacía la superficie del río cuando los rayos del sol incidían en ella. Sus cabellos negros, largos y lisos destacaban por encima de su piel clara, que hacía honor a su nombre: “nube del cielo”. Y sus senos pequeños, pero turgentes, asomaban por debajo de su pectoral causando en mí una sensación de deleite difícil de esconder.

Amaba en secreto a Muyal desde hacía un tiempo y, aunque ella me había sostenido la mirada en más de una ocasión, había un gran inconveniente entre nosotros: era la hija de una prima segunda de mi madre.

Por todos era bien sabido que, en mi cultura, jamás podría desposar a una mujer que perteneciera a mi línea materna, sino que tenía que encontrarla en la familia de mi padre o fuera de ella. Además, era él el encargado de buscarme la esposa perfecta y negociar con mi futuro suegro la dote; no era algo que yo pudiera escoger y ya lo tenía asumido, aunque cuando miraba a Muyal se me olvidaban todos los preceptos de mi sociedad.

Los cánticos que Ikal vociferaba me devolvieron a la realidad. El sacerdote iba armado con su cuchillo ceremonial de jade, con el que fue degollando a las gallinas, una a una, y las dejó desangrar encima del altar, donde un riel permitía a la sangre llegar hasta un agujero y, de ahí, el viscoso y lento reguero carmesí se precipitaba en un recipiente que se encontraba en el suelo.

Después del desangrado, se procedía a la extracción del corazón que era quemado junto con el incienso y el maíz en polvo.

Esa era la ofrenda que se hacía a los dioses: sangre. El elixir de la vida. Lo que ellos reclamaban.

Este ritual podía durar horas, a veces no se interrumpía hasta bien entrada la noche y jamás sin el consentimiento del sumo sacerdote, quien decidía cuándo los dioses habían tenido bastante ofrenda.

En esa ocasión, la noche se me hizo larga, y empecé a notar el brazo, con el que golpeaba el huehuetl, entumecido. No hice caso del dolor y continué tocando hasta el final. Acabé con calambres en la extremidad y los nudillos lacerados. Pero con la satisfacción de haber participado en una de las ceremonias más importantes del año.

—Ponte tepezcohuite —me dijo Muyal señalando mi mano—. Te curará y no te dejará cicatriz.

—Gracias —acerté a decir sin poder cerrar la boca. Me había cogido desprevenido, no esperaba que me hablara. Ni siquiera la vi acercarse.

Ante mi escueta respuesta, se dispuso a irse en dirección a su cabaña. No quería que se fuera, tenía que detenerla de algún modo para alargar nuestra conversación y así disfrutar de su compañía un rato más.

—Te mueves muy bien —solté sin pensar demasiado—. Me refiero a la danza, al ritual —me corregí rápidamente. Ella me sonrió y asintió con la cabeza, mientras se alejaba. Yo solo pude seguirla con la mirada hasta que Ikal me reclamó.

—Recoge la zona de la ceremonia; no olvides el brasero y el balché sobrante —dijo con un hilo de voz. Se le veía agotado, aunque después de la larga ceremonia, no era de extrañar—. Ah, y creo que tendremos que repetir el ritual muy pronto. Los dioses no están contentos.

Eso sí que era una mala noticia. El ritual se repetía periódicamente mientras duraba la temporada seca y mientras no se obtenía la lluvia. Si las ofrendas de sangre de gallina no eran suficiente para conseguir aquello demandado, se procedía a derramar una sangre más valiosa, más poderosa y más valorada por los dioses: la sangre humana.

***

En mis años como novicio, lo más costoso de aprender fue el cálculo de los ciclos temporales y el movimiento de los astros. Mi mente no alcanzaba a entender ciertos aspectos que Ikal se esforzaba en explicarme.

En cambio, lo más sencillo fue, sin duda, el ritual de consagración del espacio destinado a sacrificios humanos: primero, se delimitaba el perímetro con un cordel y, en el centro, se disponía el brasero con incienso y maíz molido. Aún recuerdo la primera vez que saqué de la aldea el brasero con los restos de corazones y sangre quemados y el balché sobrante. Mis manos no pararon de temblar hasta que los dejé lejos de los límites habitables y volví al templo sin mirar atrás. Solo así te asegurabas de que el mal quedaba fuera.

Intentaba comprender la finalidad de los sacrificios humanos. Me habían inculcado que era algo necesario para nuestra supervivencia. Se suponía que debíamos alimentar a los dioses, quienes habían creado el mundo y tenían el poder para destruirlo. ¿Y no eran capaces de alimentarse por sí solos? ¿Cómo lo hacían antes de la creación de la humanidad? Eran preguntas que no me atrevía a hacer en alto, pero que me asaltaban una y otra vez.

Sabía que no debía poner en duda las doctrinas de mi maestro, pero… ¿Y no podíamos alimentarlos con maíz? Tal y como nosotros nos alimentábamos. ¿Por qué con sangre? ¿Sangre humana derramada de forma violenta…? Esa no podía ser la voluntad de unos dioses creadores de vida. No debía serlo.

***

Cuando ya lo había recogido todo, volví al templo para descansar. La noche era oscura y soplaba una brisa, casi imperceptible, que notaba en mi rostro al andar. Me sentía pletórico, cansado, pero pletórico por participar del ritual y por esa especie de conversación que había tenido con Muyal; era nuestro primer diálogo después de esas miradas sostenidas tiempo atrás. No había sido nada profundo, pero a mí ya me valía con que se hubiera dirigido a mí. Era consciente de las implicaciones de esa atracción, pero ¿cómo podía luchar contra lo que sentía?

Ikal estaba sentado admirando el cielo estrellado y la luna, que crecía a buen paso, después de estar desaparecida durante dos días.

—He visto cómo la miras —dijo el sacerdote sin más cuando me intuyó a sus espaldas.

—¿Qué? —acerté a responder. Sabía perfectamente a qué se refería, pero prefería hacerme el despistado.

—Muyal. —Su voz era serena, aunque transmitía seriedad y cierta intransigencia—. Ella es de tu vía materna. Lo vuestro jamás podrá ser.

—Lo sé —contesté de forma contundente para mostrarle que acataría las normas, aunque en realidad dudaba sobre ello.

—Lo que sientes por ella no es real; es una prueba.

—¿Una prueba? —pregunté sorprendido.

—Ha llegado el momento de que te explique el mito de Quetzalcoatl y la vagina telúrica —dijo dándose la vuelta y ofreciéndome asiento a su lado.

Hice lo que me pedía y me senté en el suelo junto a él. Desde luego había atrapado mi atención con eso de la vagina tel… lo que fuera. Quería saber de qué se trataba.

—Cuando Quetzalcoatl conoció a la diosa de las flores, Xochiquetzal, quedó prendado solo con verla. Su esencia lo atraía hacia ella de forma irremediable y solo pensaba en poseerla. Pero resultó que no era el único; todos los varones, dioses y humanos, sentían esa misma atracción. Y cuando algunos sucumbieron a sus encantos se encontraron con que la diosa estaba dotada de una vagina telúrica. —Hizo una pausa para mirar mi expresión de desconcierto y continuó—. Una vagina dentada que les seccionó el pene al mantener relaciones con ella.

—¡¿Qué?! —exclamé con los ojos a punto de salirse de mis cuencas. El pavor se apoderó de mí al crearme una imagen mental de esa situación.

—Como has oído —expuso Ikal con su habitual parsimonia—. Quetzalcoatl no tuvo más remedio que intervenir para frenar esa abominación y fue cuando creó a un animal capaz de arrancar los órganos sexuales afilados de la diosa de un solo mordisco.

—¿El jaguar? —pregunté con interés y admiración por ese magnífico animal.

—Nada tan majestuoso ni vistoso, hijo. El murciélago fue el encargado de despojar de dientes la vagina de la diosa seccionadora de falos —afirmó con un ademán.

El sacerdote calló y dirigió su mirada de nuevo hacia el cielo nocturno.

¿Eso era todo?, me preguntaba. El mito era muy interesante, pero no podía entender qué tenía que ver con Muyal y conmigo, no veía la conexión. ¿Y qué había de la prueba?

—Se dice —continuó el anciano interrumpiendo mis cavilaciones—, en esta aldea, al menos, que las mujeres conservan sus vaginas telúricas de forma interna y que los dientes solo aparecen cuando son desposadas con un hombre de su misma línea materna. No pasa lo mismo cuando se casan con otro hombre diferente, sus dientes jamás afloran. Por eso no debes unirte con Muyal.

»Cuando sientas esos deseos irrefrenables hacia Muyal, piensa en esto: es una prueba. ¿Serás capaz de ser más fuerte que tus propios instintos? —sentenció Ikal ante mi cara de estupefacción.

No supe qué decir. Solo asentí e intenté cerrar la boca, que se me había quedado abierta en una mueca incómoda.

***

Habían pasado unos días desde el ritual al dios Chaac y las lluvias seguían sin presentarse. El sol cuarteaba los campos y sus rayos amenazaban con abrasar incluso las simientes que estaban en su seno.

Era apremiante el agua para conseguir una buena cosecha.

—Habrá que derramar sangre —me dijo durante el almuerzo el maestro—, sangre humana.

—Pero ¿no hay otro modo? —No quería que pareciese que me negaba a ello, pero es que los sacrificios eran dolorosos para la aldea—. Me refiero que la luna está creciendo y son más beneficiosos cuando la luna está llena o decreciendo, ¿no es cierto?

—Así es —asintió el sacerdote lleno de orgullo—. Me alegra ver que mis enseñanzas calan en ti, Itzae.

Sonreí, aunque por dentro seguí mi debate sobre algunos aspectos con los que no estaba de acuerdo.

—Esperaremos a la luna llena para realizar el sacrificio, pero antes haremos una libación de sangre humana.

—¿Haremos? —le pregunté alzando una ceja. Hasta entonces jamás había hecho más que participar de forma muy secundaria en las ceremonias.

—Sí, te iniciaré en los derramamientos de sangre personales. A veces los sacerdotes debemos ofrecer nuestra sangre a los dioses para demostrar nuestro compromiso con ellos. Y la tuya es más joven que la mía; el efecto será mayor.

—¿Y cómo les ofreceremos nuestra sangre?

—Nos haremos incisiones, perforaciones. Ven, te lo mostraré —dijo el anciano encaminándose hacia la sala sagrada del interior del templo. Jamás había entrado en esa estancia, pues solo el sacerdote podía hacerlo.

Le seguí expectante. Si derramábamos nuestra sangre y había lluvias a cambio, quizás no sería necesario el sacrificio humano.

—Hay unos puntos que son perfectos para hacer las sangrías; toma nota —dijo mientras me iba señalando cada parte—: los lóbulos de las orejas, la lengua y los genitales.

—¿Los genitales? —pregunté con la voz quebrada.

—Sí, la sangre del pene es la que contiene más fuerza vital, es la más adecuada para alimentar a las divinidades.

El maestro echó un trago de un recipiente que humeaba y me ofreció el restante a mí. Era una infusión de granos de cacao, guindilla y balché. Cuando el aguardiente bajó por mi garganta me quemó como si en vez de líquido fuera fuego. Me sentí inmediatamente más vigoroso, con menos temor y mi piel empezó a perlarse de sudor a causa de la temperatura del preparado.

Ikal se sentó a horcajadas sobre una gran piedra rectangular, en cuya superficie había un riel que conducía hasta un agujero situado en un extremo; justo por debajo del agujero había un cuenco de barro cocido lleno de papel de corteza.

Entonces, se levantó la túnica y liberó su pene, más flácido de lo que cabía esperar. Parecía más un colgajo de piel que un miembro masculino viril. En su mano derecha sostenía una punta de flecha de obsidiana, fina y muy afilada; sin más preparación, se la acercó a la entrepierna y se la clavó en el pene. Con los ojos cerrados y murmurando cosas que no alcanzaba a entender se quedó ahí mientras un hilo de sangre iba saliendo lentamente.

Yo me mantuve en silencio, hasta que Ikal volvió a abrir los ojos, se retiró la punta de flecha y envolvió su miembro en un pedazo de tela.

—Acércame el copal. —Me señaló el lugar donde se encontraba el incienso.

Se lo di y con su ayuda prendió fuego al cuenco que contenía su sangre. Inmediatamente, un humo denso y negro se elevó.

—La energía está ascendiendo a los dioses —dijo—. Ahora es tu turno.

Aunque el efecto del licor había aplacado mis nervios, en ese momento volví a sentir cierto temor. Ikal no había mostrado ningún signo de dolor, así que no podía ser tan malo.

Tomé asiento en la piedra ceremonial e Ikal me acercó un palo de madera de la anchura de un dedo gordo. Me quedé mirándolo sin saber qué hacer con la madera, pues él no la había usado.

—Muérdelo —me dijo mientras sostenía en su mano la punta de obsidiana—. Te haré yo la incisión, ya que la primera vez es difícil practicárselo uno mismo. Además, por precaución, voy a atarte las manos a la espalda. Si haces movimientos bruscos, puedo hacerte más daño del debido.

Me empecé a poner más nervioso, pero intenté pensar en que mi sacrificio aplacaría a los dioses y pondría fin a la sequía. Acaté el mandato de Ikal y puse el palo entre mis dientes, justo antes de que atara mis manos.

Cuando estuvo todo listo, levantó la obsidiana mientras recitaba algo y la dejó caer con un golpe seco encima de mi pene.

Ni siquiera pude gritar, un chillido se ahogó en mi garganta seca. Fue tal el dolor que quebré el palo al morderlo con una fuerza inhumana. Pude sentir cómo la sangre caliente empapaba la herida y salía casi a borbotones. Por un instante, la vista se me nubló y creí desfallecer, pero Ikal me hizo volver en mí con un bofetón que me obligó a abrir los ojos; logré ver cómo retiraba la punta de obsidiana y el dolor disminuyó, aunque no desapareció. Me ató un trozo de cuero alrededor del pene muy fuerte, tanto que casi me cortaba la circulación; de hecho, esa era la intención.

Me dejé hacer como si mi ser hubiera escapado de allí, como si no fuera más que una simple carcasa de carne…

—Enhorabuena, Itzae —dijo en voz baja—. Has superado tu primera sangría. La próxima vez te perforaré la lengua. —Me mostró la suya con un orificio cerca de la punta.

Pero, en ese momento, no podía pensar ni hablar, el dolor palpitante de mi pene captaba todos mis sentidos.

***

Tres días después de mi horrible experiencia, la herida estaba prácticamente curada, pero la lluvia seguía sin hacer acto de presencia. No podía creer que mi ofrenda y sufrimiento no hubieran servido de nada. Que el derramamiento de sangre no hubiera surtido efecto era algo malo, muy malo. Y me sorprendió ver a Ikal tan contento cuando mi sangre joven llenó el cuenco en un momento. Aunque los dioses seguían sin estar saciados.

El sacerdote, muy a mi pesar, empezó a preparar el sacrificio humano que yo intentaba evitar. Pero de las lluvias dependía la supervivencia de todo el poblado, así que no había más remedio que ofrecer a los dioses aquello que más ansiaban.

Mientras él se encerró en su cámara para decidir quién sería sacrificado, yo me fui a pasear por los maizales, pues no podía intervenir en esa decisión; de hecho, prefería no hacerlo jamás.

La aldea estaba en calma, una partida de cazadores había marchado en plena noche y el sol acababa de salir; aún no habían regresado. La mayor parte de los niños todavía dormían y algunos agricultores recolectaban aquello que la huerta ofrecía sin apenas agua, mientras otros pasaban su tiempo tejiendo ropas o trenzando cañas para hacer cestas. Nada se podía hacer en las tierras de cultivo una vez sembradas, solo esperar a que la lluvia hiciera su trabajo de alimentar a las simientes, para que estas germinaran, crecieran y dieran su fruto.

El maíz apenas levantaba un palmo del suelo y su aspecto pajizo no era prometedor de una buena cosecha. Se habían empezado a regar manualmente algunas parcelas, trayendo el agua del río, pero no era suficiente, se necesitaba mucha más humedad para que el maíz aflorara. Solo la lluvia era capaz de empapar el terreno y dejarlo en las condiciones óptimas para el buen crecimiento de nuestro cereal más preciado.

—No tiene buena pinta. —Me sorprendió una voz mientras estaba agachado en el suelo con un terrón de tierra seca entre las manos.

—No, parece que los dioses no están contentos —le respondí poniéndome en pie algo nervioso.

Era Muyal, la bella y atractiva Muyal volviendo a dirigirse a mí con esa naturalidad que la caracterizaba. Llevaba una gran cesta de mimbre apoyada en su cadera y sostenida por un brazo. Dentro había algunos frutos que acababa de recoger.

Mis ojos se perdieron en su profunda mirada y un calor interno ascendió desde mis tobillos y se concentró en mi entrepierna. ¿Por qué me atraía tanto? No pude evitar pensar en la conversación con Ikal y la prueba. ¿Sería lo suficientemente fuerte como para no sucumbir a sus encantos? Pensé en la vagina telúrica ¿y si tenía una vagina dentada? Eso me frenó el impulso de forma momentánea, pero no anuló mis instintos, que seguían ahí contenidos en mi interior en forma de calor intenso.

—¿Habrá que repetir el ritual al dios Chaac? —me preguntó algo inquieta.

—Creo que habrá que hacer algo más que degollar gallinas para que los dioses se sacien y nos manden las lluvias —le respondí sin pensar en que no podían trascender las cosas del templo sin permiso de Ikal. Pero no me importó. Yo solo quería hablar con ella y que nuestra charlar durara más que la anterior.

—Ikal sabrá qué hacer. Confío en él y en ti —afirmó con dulzura, aunque con algo de vergüenza.

Su tez adquirió un tono rosado a la altura de sus mejillas, flanqueadas por dos trenzas tan oscuras como sus ojos azabache. Un collar de cuentas de madera colgaba de su cuello, pasando por sus clavículas bien marcadas al aire y su pecho escondido bajo un top recto y colorido, sin mangas ni tirantes, que conjuntaba con su falda. Solo con mirarla mi excitación iba en aumento, me gustaba la sensación que me hacía sentir y su mirada sostenida era algo difícil de evitar; era el combustible que necesitaba mi corazón para bombear más fuerte. Sentía las palpitaciones en mi pecho y en mis genitales.

—Eres muy bella —dije de repente, sorprendiéndome a mí mismo.

Una tímida sonrisa se dibujó en sus carnosos labios haciéndome relamer sin darme cuenta. Por un momento imaginé cómo sería besarla y saborear su apetecible boca. No pude reprimir más mis instintos y me acerqué a ella con el ansia de un jaguar hambriento. Muyal soltó la cesta sin prestar atención a los frutos que se desparramaron por el suelo y, no solo aceptó mis manos, que se ciñeron a su cintura, sino que acercó tanto su cuerpo al mío que parecía que nos íbamos a fundir en uno solo. Sus labios acogieron mi beso con más pasión de la que jamás había imaginado, cosa que me asombró y aumentó más aún mi deseo.

Después de ese largo y apasionado beso me separé hasta encontrar sus ojos y unas pupilas dilatadas de lujuria me sonrieron.

—Yo no sabía si tú… —dije de forma entrecortada—. No deberíamos…

—Es diferente, ¡eres el elegido! —exclamó mientras volvió a atraer mi cuerpo al suyo.

Me dejé llevar, víctima de una pasión desenfrenada. Caímos al suelo, en medio del maizal y solo la naturaleza fue testigo de nuestro frenesí.

Lo que allí pasó, nada tuvo de abominable; ni su vagina tenía dientes ni mi pene sufrió dolor alguno. Nuestra unión fue sencillamente perfecta, aunque sencillamente prohibida.

***

Un gran estruendo interrumpió nuestro descanso después de dar rienda suelta a los deseos carnales. Eran los cazadores, ya estaban de vuelta. Me levanté y corrí para recibirlos.

Mi padre iba con ellos y su cara no reflejaba la satisfacción de regresar con un buen botín.

—La caza no ha sido buena, hijo —me dijo al verme entre el gentío que nos habíamos agrupado para darles la bienvenida.

—Pero ¿no traéis nada? —le dije al ver que venían con las manos totalmente vacías.

—Me temo que no; tuvimos varios incidentes —explicó con el semblante serio—. Ningún animal había caído en las trampas, por primera vez desde que tengo memoria; no hemos visto ni a un jabalí ni a una perdiz ni siquiera hemos escuchado el croar de las ranas en la charca cerca del abrevadero del venado. Nada.

—Ha sido todo… —intervino otro cazador—, el comportamiento de los animales era extraño, no era el habitual.

—¿Y Canek? —preguntó de repente su mujer al ver que no iba con el grupo.

Hubo un silencio incómodo y algunos de los hombres bajaron las miradas. Mi padre tomó la palabra.

—Un jaguar salió de entre la espesura y… nos atacó. —Hablaba entrecortado, nunca lo había visto titubear de ese modo—. Saltó a la espalda de Canek y lo destripó con sus garras traseras… Parecía poseído por Kakabal (dios maligno del inframundo).

La esposa de Canek rompió a llorar y a gritar desconsolada; otras mujeres de la aldea corrieron a consolarla cuando ella cayó al suelo de rodillas. Los hombres se lamentaban del horrible relato que contaba mi padre.

No era muy común que un jaguar atacara sin razón. Los dioses estaban verdaderamente cabreados, pretendían castigarnos por algo… ¿Tendría yo la culpa de su ira? ¿Mi osadía con respecto a Muyal habría causado su enfado? Ser el futuro sumo sacerdote y haberme saltado un precepto sagrado no debía ser un buen augurio, eso lo tenía claro, pero… había muerto Canek y ahora Ikal preparaba otra muerte que los aldeanos aún no conocían.

***

Cuando volví al templo con las malas noticias ocurridas en la cacería, Ikal estaba sentado en actitud muy seria.

—¿Qué pasa, maestro? —le pregunté antes de explicarle lo de Canek.

—Los dioses están furiosos. Como cada mañana les he dedicado unos cánticos y he quemado algo de incienso, pero algo ha ocurrido y no he podido establecer comunicación con ellos. —Se le veía realmente preocupado y eso me hacía estremecer—. Voy a anunciar ahora mismo el nombre de los dos que serán sacrificados.

—¿Dos? —pregunté sin poder evitar sentirme indignado.

—Se requiere un sacrificio grande —contestó con ademán como si fuera algo evidente y que yo tenía que entender.

Yo lo entendía, pero no lo compartía. Si la ley de la vía materna era injusta y para nada se acercaba a lo que Ikal me había explicado de la vagina telúrica, empezaba a desconfiar de otras de nuestras creencias. Tal vez los dioses no querían sangre humana directamente de un corazón palpitante recién arrancado de su portador, muy a menudo procedente de jóvenes o incluso niños. Cuanto más nueva era la sangre, más alimentaba a las divinidades. Eso me había explicado Ikal. Pero empezaba a dudar de todo.

¿Cómo iba yo a ocupar el puesto de sumo sacerdote si no aceptaba esas premisas tan importantes?

—Voy a comunicarlo a los aldeanos antes de que anochezca y celebraremos el primer sacrificio mañana mismo. El siguiente, lo realizaré después de tres lunas.

—Sí, maestro. —Bajé la mirada y deseé que Ikal no supiera jamás mis pensamientos.

***

Aquella tarde, cuando el sol teñía de tonos anaranjados el cielo, Ikal salió vestido con sus ropas ceremoniales, incluso con la corona emplumada, y, desde lo alto del templo, se dirigió a los ciudadanos que aguardaban a sus pies.

—Los dioses nos reclaman sangre. La ausencia de lluvias, de presas para la caza y los últimos infortunios son una buena muestra de ello. Es la llamada de la sangre. Morir para vivir. Los dos inocentes ya han sido escogidos…

Ikal hizo una pausa en la que se mantuvo un silencio absoluto y respetuoso. Las familias esperaban los nombres de aquellos que darían su vida para que el resto viviera. El sentimiento era agridulce, pues significaba un honor formar parte de la familia en la que recaería el sacrificio y, a la vez, una gran pena que los acompañaría mucho tiempo durante el duelo. Además, los escogidos solían ser muy jóvenes: chicos y chicas en su adolescencia, todavía impúberes; algunos incluso sin haber dejado atrás la niñez.

A partir del momento en que decía sus nombres pasaban a residir en el templo a la espera de su sacrificio ritual. Debían hacer ayuno y vestir de blanco. Eran venerados como si fueran auténticos dioses. Aunque yo los veía más como comida divina. Me dolía verlos y convivir con ellos, ni que fueran solo las horas previas, sabiendo que iban a morir en mis manos; no en mis manos literalmente, porque el sacrificio lo oficiaba Ikal, pero yo había tenido que sostener de los brazos o las piernas a más de uno y la experiencia distaba mucho de ser agradable.

—Nahil —dijo el sacerdote, sin más explicaciones, sacándome de mis cavilaciones como de costumbre.

Un murmullo se levantó entre los asistentes. La madre de Nahil empezó a llorar y a abrazar a su hijo que tan solo había visto diez primaveras. Sería el primer sacrificado justo al anochecer del día siguiente.

—Y Muyal —sentenció.

En cuanto escuché ese nombre di un salto del taburete donde estaba sentado a espaldas de Ikal y me puse en pie como llevado por un resorte. No podía ser… ¡Muyal, no!

***

Parecía mi condena por haber infringido las normas, por haberme saltado los preceptos más básicos de mi sociedad. Lo que nadie sabía es que Muyal ya no era virgen. ¿Quizás con esa información podía salvarla? Aunque me exponía a la deshonra de toda mi familia y también de la suya. Yo ya no podría ser sacerdote y seríamos repudiados, expulsados de la aldea, obligados a vagar solos ante los peligros de la selva. No podía precipitarme, debía pensar, no solo en mí, también en Muyal.

Esa misma noche, estuve hablando con Ikal, interesándome por el ritual del sacrificio como jamás había hecho antes. Necesitaba que viera que estaba receptivo, aunque supiera que la elección de Muyal no me agradaba. Le pregunté por la purificación previa del espacio ritual, la preparación del balché, la ubicación de los tambores, la elección de los sacrificados… Intentaba mostrarle mi interés hacia unas enseñanzas que él mismo me había ofrecido antes y, así, dejar patente todo lo que había aprendido.

—Entonces, ¿es necesario que los padres del sacrificado estén vivos? —le pregunté.

—No es algo necesario, pero tiene más fuerza si es así —respondió con un ademán.

—¿Y qué hay de hermanos o hermanas?

—Nada, eso no importa en absoluto. —Hizo una pausa y continuó—. Pero es recomendable que el honor no recaiga en la misma familia dos veces.

—Bien —asentí, como tomando nota mental—. Y ¿deben ser vírgenes?

—Pasa lo mismo que con el tema de los progenitores vivos, no es un requisito indispensable, pero tienen más fuerza si lo son.

—De acuerdo —dije temeroso al ver que por esa vía no podría salvar a Muyal de una muerte segura—. Y ahora deben hacer ayuno hasta el día de su sacrificio, ¿no es así?

—Así debe ser; además de tomar baños purificantes y cambiar sus vestiduras por túnicas blancas —afirmó—. Ah, por cierto, deberás preparar la arcilla de paligorskita. Hay que pintarlos de azul antes del sacrificio.

—Me acercaré a buscar el mineral mañana temprano, maestro.

Parecía que todo estaba dispuesto, preparado, listo… inevitable.

***

Llegó el momento de descansar y me tumbé en mi catre, pero no podía dormir; no mientras tuviera esa sensación de impotencia por no poder evitar lo que se avecinaba. Además, dos estancias más allá de la mía, estaba durmiendo Muyal. Dudaba que estuviera durmiendo, tener la certidumbre de que vas a morir en tres días no es algo fácil de digerir, aunque la había visto muy serena cuando fue requerida por Ikal. Se despidió de su familia sin mostrar ni un atisbo de desesperación, con una entereza envidiable. De hecho, me sorprendió la sumisión con la que aceptó su nombramiento.

Estuve tentado de acercarme a su habitación, pero sabía que sería una temeridad por mi parte hacerlo. Hubiera dado lo que fuera por poder verla a solas, estrecharla entre mis brazos y decirle al oído que iba a salvarla. No sabía cómo lo iba a hacer, pero lo único que tenía claro es que no quería que muriese.

***

Al día siguiente, al atardecer, ya estaba todo dispuesto para el primer sacrificio ritual. Mientras Ikal aguardaba sentado a la espera de su intervención, yo, con la ayuda de otro aldeano, acostamos al niño encima de la fría piedra; previamente le había retirado su túnica blanca y lo había cubierto con la arcilla azul, que lo dotaba de un aspecto fantasmal, un aspecto que lo alejaba de este mundo de vivos, de este mundo que estaba a punto de abandonar.

Cuando el niño estuvo listo, hice una señal a Ikal, que se levantó y se acercó al altar. Lo primero que hizo fue saludar a las gentes levantando los brazos, lo que provocó que respondieran con vítores y gritos. A continuación, cesaron los tambores, que habían estado sonando de fondo todo el tiempo, y con ellos se hizo el silencio total.

El sacerdote, con su traje ceremonial y la daga de jade en mano, se colocó tras el altar y levantó el arma por encima de su cabeza. Yo sostenía los brazos del niño, que estaba curvado encima de la piedra en una incómoda posición, y pude ver el terror dibujado en sus ojos. Ceñí mi agarre para que no se moviera cuando Ikal practicara la incisión en el pecho, justo en el lado izquierdo, donde estaba el corazón. Debía romper las costillas para poder acceder al órgano vital, por eso la fuerza que se necesitaba era brutal.

Ikal seguía sosteniendo el cuchillo entre sus dos manos y lo bajó de golpe, con decisión. Viendo al anciano más débil en los últimos días, dudé por un momento que fuera capaz de practicar esa hendidura de una sola vez, pero lo consiguió. El silencio era tan absoluto que se escuchó perfectamente el crujido de los huesos al quebrarse. Nahil convulsionó levemente y después dejó de oponer resistencia a mi agarre. En un instante, el sacerdote volvió a levantar sus manos, pero esta vez no llevaba entre ellas su cuchillo, sino un corazón sangrante y todavía palpitante.

La gente estalló en gritos y los tambores volvieron a sonar. Toda la sangre que chorreaba era conducida a través de los rieles hasta el cuenco ceremonial donde sería quemada, junto con el corazón y el copal.

Antes de retirar el cuerpo de Nahil sin vida, se le practicó una decapitación para que su cuerpo soltara toda la sangre que contenía. Su cabeza rodó escaleras abajo desde lo alto del templo, tiñendo en su descender los escalones de color rojo. Después de eso, el tronco y las extremidades del niño serían llevadas a un cenote y arrojadas desde arriba. Se sabía que el dios Chaac habitaba en los cenotes y esa ofrenda directa al dios, aseguraba la lluvia; y con el ritual completo se garantizaba, además, la fertilidad de las tierras y una buena cosecha.

Terminado el sacrificio, observé a Ikal algo más fatigado, aunque sereno como siempre. Se retiró a sus aposentos antes de lo que tenía por costumbre, pero supuse que el sacrificio lo había dejado extenuado, sin energía.

***

Al día siguiente, al ver que Ikal no acudió al desayuno, le llevé un refrigerio a su habitación. Cuando entré estaba todavía acostado y su piel ofrecía un aspecto blanquecino muy preocupante. Su tacto era cálido, demasiado cálido, estaba empapado en sudor, como si su cuerpo intentara luchar contra algo. Resolví llamar al curandero, pues él sabría qué remedio le convenía para su afección.

—Está muy débil —afirmó Kabil, el curandero, después de aplicarle unas cataplasmas de hierbas que olían muy fuerte—. Lo mejor es dejarlo reposar y ver su evolución. Mañana volveré.

Intenté que comiera algo, pero fue imposible, su estado de conciencia no era el normal, parecía estar debatiéndose entre la vida y la muerte. No me separé de su lado en todo el día ni en toda la noche.

Antes de que amaneciera, Ikal partió con Ah Puch, el dios de la muerte, después de unos sueños muy agitados entre sudores y espasmos. Por fin, su cuerpo yacía en sobre el camastro en paz.

***

Mi primera intervención siendo el nuevo sumo sacerdote sería para oficiar la inhumación de Ikal, que fue enterrado con todos los honores. Su máscara funeraria tallada en jade y su cuchillo ceremonial lo acompañarían hasta el Otro Mundo. Más enseres fueron depositados en su tumba junto con su cuerpo, no muy lejos del templo donde había residido la mayor parte de su vida, siempre dedicada a la comunicación con los dioses y al restablecimiento del equilibrio del cosmos.

A partir de entonces, esas responsabilidades recayeron en mí y las acepté, pues llevaba mucho tiempo preparándome para ello, aunque tenía mis reticencias, dudas y discrepancias con algunos de los preceptos de nuestras creencias. Aunque eso quedaría en el secreto de mi conciencia.

Pero la verdadera prueba de fuego, aquello que temía afrontar, que tendría lugar al día siguiente y que era lo que realmente me desvelaba, no era ser sacerdote, sino que debería llevar a cabo mi primer sacrificio humano, que ya estaba programado. Y no de cualquier persona, no. De Muyal, de la bella Muyal, de la mujer de la que me había enamorado. Un amor prohibido y secreto, tan efímero que me dolía respirar cuando pensaba en ella.

No podía posponer su sacrificio, pues la gente desconfiaría de mí. Además, la situación de sequía aún no se había resuelto. Era necesario llevar a cabo ese ritual a ojos de cualquier aldeano. No podía ser distinto a ellos. ¿Cómo podía evitarlo? ¿Cómo justificar mi negativa a llevarlo a cabo? ¿Cómo iba a matar a la mujer que amaba? ¿Era acaso una prueba de mi valía que me imponían los dioses?

***

Con todo eso rondándome en la mente, organicé el ritual, purifiqué el espacio como Ikal me había enseñado, limpié mi daga de obsidiana con empuñadura de jade, preparé el balché, el copal y la arcilla azul… Todo estaba preparado. En mi mente no paraban de asaltarme las mismas dudas, una y otra vez.

Trajeron ante mí a la inocente Muyal. Ni siquiera me atreví a mirarla a los ojos en el momento en el que la tumbaron sobre el altar. Yo, situado a la altura de su abdomen, terso y claro, como el resto de su piel, sostenía la daga entre mis manos sudorosas. Temí que esta fuera a resbalarse en el momento crucial. Los tambores retumbaban en mis sienes y en mi pecho, con una fuerza descomunal. Alcé el arma por encima de mi cabeza al tiempo que cerré los ojos y mantuve la respiración. ¿Por qué me había tocado tan aciago destino?

Justo cuando me disponía a descender la daga con todas mis fuerzas, todo se oscureció, el sol se tiñó de negro como el día en que nací. Además, unos rayos cruzaron el cielo y unos truenos rompieron el silencio imperante; empezó a llover. Pero no caía solamente agua; esta se veía colorada, como mezclada con sangre. La población, congregada a los pies de la escalinata de acceso al templo, enmudeció. No daban crédito a lo que estaba sucediendo justo frente a sus narices. Dirigieron sus miradas hacia mí, esperando mi reacción.

Era mi ocasión y la aproveché.

—Los dioses han hablado. Ya no es necesario derramar más sangre —dije de forma solemne—. Se inicia una nueva era, en la que los dioses están saciados de sangre, a partir de ahora, se terminaron las sangrías, los sacrificios y las decapitaciones.

La gente asistía incrédula ante mis palabras, pero yo era el nuevo sacerdote y, por fin, había conseguido la lluvia, sin derramar sangre inocente. Empezaron a gritar y a levantar las manos para acoger la lluvia que comenzaba a arreciar.

Salvé la vida de Muyal y así me convertí en el primer sacerdote en no practicar sacrificios humanos; y en el primer hombre en casarse con una mujer de su vía materna.

Fin

Lídia Castro Navàs

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