Sana Animarum

Sana animarum publi

La caída

Una caída al vacío, mucha oscuridad y la imposibilidad de gritar. Eso fue lo que experimenté justo antes de chocar contra una superficie dura.

El golpe que me propiné no fue tan fuerte como cabía esperar, después de lanzarme desde lo alto de una azotea. De hecho, no recuerdo dolor, solo un leve aturdimiento. Parpadeé varias veces, pero todo estaba en penumbra y un inquietante silencio me rodeaba. Era evidente que no me encontraba en la calle.

«¿Habré conseguido mi objetivo? ¿Estaré muerta?», me pregunté.

Mis otros intentos de suicidio habían acabado despertándome en el hospital con una sensación horrible. Pero en esta ocasión me había esmerado: nada de pastillas que acababan por extraerme con un lavado de estómago ni de cuchillas mal afiladas que no cumplían con su cometido. Esta vez había escogido el edificio más alto de la ciudad y había sacado el valor suficiente para saltar al vacío.

El descenso fue largo, aunque la sensación de ingravidez me sorprendió de forma grata. Pero ahora estaba tumbada boca abajo en un espacio oscuro y mudo. Nada de imágenes de mi vida pasando como una película por mi mente, nada de luces al final de túneles, nada de difuntos seres queridos que vienen a recibirte.

«¿Ya está? ¿Esto es la muerte?», me interrogué sorprendida. Me sentía decepcionada.

Entonces, sin esperarlo, una luz me iluminó de repente como si se tratara de un foco y yo estuviera en un escenario. La intensidad de la misma me obligó a cubrirme los ojos con un brazo.

—Pero, ¿qué demonios…? —musité.

—Bienvenida —dijo una voz profunda y serena.

—¿Qué? ¿Quién eres? ¿Dónde estoy? —pregunté inquieta, sin poder ver nada.

—No tantas preguntas a la vez, chiquilla —contestó la voz con tono reprobatorio.

Jopé, acababa de morir y ya estaba recibiendo mi primera bronca.

—¿Eres Dios? —Al momento de preguntarlo ya me arrepentí. Me acababan de decir que no hiciera tantas preguntas y no se me ocurrió nada mejor que hacer otra. Apreté los dientes avergonzada.

—No soy el dios que tú crees, pero sí que soy una divinidad.

Vaya, eso sí que no me lo esperaba. Mi sistema de creencias se había ido al traste; años y años de clases de religión tirados por la borda en un momento.

—Mi nombre es Lês —continuó al ver que por fin había decidido callarme— y soy un sana animarum; pertenezco a un grupo de divinidades que vivimos en el Reino de la luz y que nos dedicamos a guiar, sanar y formar almas. —Hizo una pausa y continuó—. Al acabar con la vida que se te fue dada, has incumplido un precepto sagrado y ahora debo mostrarte algo; pero antes…

—¿Mostrarme qué? —interrumpí sin poder evitarlo. Hasta una vez muerta seguía siendo tan impulsiva como siempre.

—No tan rápido, todo a su debido tiempo —respondió con voz muy calmada—. Y ahora respóndeme, ¿por qué lo hiciste? —preguntó sin esperarlo.

«¿Qué clase de pregunta es esa?», me debatí. No sabía qué decir. «Además, ¿qué le importa?», pensé molesta. Aun así traté de responder.

—Mmm… supongo que no tengo ninguna razón para vivir —dije algo insegura.

—Sí que la tienes, pero te has olvidado de ella.

Me quedé meditabunda, haciendo balance mental de mi vida: estaba sola en el mundo y mi carrera como escritora había fracasado incluso antes de empezar.

«¿De qué me olvido?», me pregunté.

A todo esto, me había erguido, pero seguía en el suelo bajo el potente foco de luz, sintiéndome interrogada como la presunta culpable de un asesinato.

—Ponte en pie —me pidió—, te mostraré el sanatorium, allí donde las almas purifican sus errores.

»Para que te sientas cómoda, voy a adoptar un aspecto similar al tuyo, pues los sana animarum no tenemos forma, solo somos energía.

Acto seguido, escuché unos pasos aproximándose y me puse en pie de inmediato.

La voz por fin salió de las sombras y vi su apariencia. En efecto, tenía forma humana, aunque su piel desprendía una luz muy intensa; su rostro era blanquecino y permanecía con una expresión inalterable, como si llevara una máscara que le impidiera mostrar emoción alguna. Vestía una sencilla túnica blanca y de su cuello pendía una llave de aspecto antiguo.

Con una mano cogió la llave y me tendió la otra. En cuanto entré en contacto con él, un cosquilleo ascendió por mi brazo. Era como una descarga eléctrica de baja intensidad. Me revolví sin soltarme; al fin y al cabo, ¡estaba dándole la mano a un dios! No quería perder esa oportunidad única.

Entonces, un haz de luz, que se originó en la llave, nos tragó.

Reino de la luz

En una fracción de segundo, esa luz nos transportó hasta una sala por completo blanca, donde había otro ser, del mismo aspecto que Lês, esperándonos.

Se pusieron a hablar, pero no entendí nada de lo que decían. No usaban ningún idioma que yo conociera, ni siquiera estaba segura de si esa lengua existía en la Tierra. Además, era como un susurro, como si las palabras fluyeran de sus bocas como el viento. Después de un breve intercambio de palabras, una puerta se abrió a nuestra derecha. Un largo pasillo blanco y luminoso apareció ante nosotros.

—Empecemos —me dijo haciendo un ademán para que lo siguiera.

El corredor estaba salpicado de puertas a izquierda y derecha. Eran habitaciones a modo de hospital que permanecían abiertas mostrando lo que acontecía en su interior.

En la primera, había otro sana animarum recitando unas palabras en voz muy baja, como si rezara; a sus pies, unas cuantas personas tumbadas en el suelo. Bueno, no eran exactamente personas, eran unos cuerpos translúcidos, así que, ante mi duda, pregunté:

—¿Eso son personas o…?

—No, son almas como tú; aún están ligadas a un cuerpo que permanece en la Tierra en estado de coma.

—Entonces, no están muertas —afirmé al entender su explicación.

—Exacto —me respondió con una sonrisa—, están en un punto intermedio.

»Mi compañero Sîun —dijo señalando al sana animarum de la habitación— es el encargado de mostrarles la Luz, el camino correcto; si las almas rectifican a tiempo, se les da otra oportunidad para volver y terminar su trabajo; si no, mueren en la Tierra y empiezan una fase formativa aquí en el sanatorium antes de iniciar una nueva vida.

Hizo una pausa mientras yo escrutaba cada rincón de aquella sala.

—Continuemos —susurró mientras tendía su brazo hacia adelante.

Otra habitación y otra puerta abierta. En esta ocasión, las almas que había dentro estaban tomando un baño, rodeadas de vapor; hasta mí llegó un olor penetrante que despejó mis fosas nasales. Era un olor que me recordó a una infusión de hierbas, algo muy aromático y balsámico.

Resultó que era la habitación donde las almas se limpiaban para librarse de las negatividades de la vida que acaban de dejar atrás.

—Estas almas están en proceso de purificación antes de volver a reencarnarse —me confirmó él.

Yo hice un gesto con la cabeza para expresarle que le había entendido, aunque no salía de mi asombro por todo lo que estaba viendo.

Lês siguió hacia adelante sin detenerse y yo fui tras él. De nuevo, una puerta abierta nos dio paso a una sala diferente. En ella un montón de almas atendían al discurso de alguien que les estaba hablando frente a un atril.

—Esta es la sala de formación de sana animarum. Tyro es un magister; es el más sabio de todos nosotros y su objetivo es transmitir su sabiduría a los aprendices.

El ser, que se encontraba hablando de forma muy apasionada, llevaba un libro vetusto entre las manos y, a su alrededor, pude ver un aura de color liláceo que lo iluminaba de forma extraña. Todas las almas allí congregadas seguían sus palabras con gran atención y ni siquiera se percataron de nuestra presencia. Sin embargo, no nos detuvimos por mucho tiempo para no interrumpir sus enseñanzas.

Había más estancias y en todas ellas había almas en un momento diferente de su desarrollo. Empezaba a entender algunas cosas y a comprender el sentido de la vida, que no es más que una fase dentro de la evolución del alma.

«Si tuviera oportunidad de explicar todo esto en el grupo de plegaria, al que acudía en mis días de instituto, seguro que me echarían por blasfema», pensé y sonreí en consecuencia.

Cuando llegamos al final del pasillo había una puerta acristalada por la que entraba toda esa luz que se repartía por el corredor. Lês la abrió sin siquiera tocarla y me ofreció pasar.

Estábamos ahora en el exterior. Un gran paraje quimérico se alzó ante mis ojos: al fondo, a lo lejos, unas montañas altas, esbeltas y ¡doradas! A sus pies, un amplio valle repleto de vegetación hasta donde alcanzaba mi vista; con una variedad de árboles, plantas y flores que jamás había contemplado hasta entonces. Los árboles, de corteza suave y fina, agitaban sus ramas en señal de saludo. Las plantas y flores, de brillantes e intensos colores, parecían danzar de júbilo al son de una melodía silenciosa. Un río de aguas bravas y cristalinas serpenteaba entre la espesura. Y lo más sorprendente de todo era que las nubes, no solo estaban salpicando el cielo azul, sino también a nuestra altura; como algodones que se mantenían ingrávidos cerca del suelo aquí y allá.

—Sube —me dijo ofreciéndome su mano desde lo alto de una de esas nubes.

Cogí su mano y me enfilé en el algodón flotante. En cuanto empezó a moverse me sentí inestable por unos segundos. Nunca imaginé tal medio de transporte, era como estar en un cuento de hadas.

—Vamos a ir al sanctum —dijo señalando una de las cimas de las montañas doradas.

Una vez arriba, me fijé en que el río estaba cruzado por un puente de cristal que no era visible desde el suelo y que llevaba hacia un bosque cubierto de brumas. Nada se podía ver más allá de la espesa niebla, ni siquiera desde nuestra elevada posición.

—¿Adónde lleva ese puente? —pregunté con mi curiosidad innata.

—Eso es el paradisum, donde vivimos los sana animarum. Las brumas forman parte de un hechizo para que ningún alma se cuele por error. Solo nosotros podemos atravesarlas.

En dirección al oeste había una zona que también llamó mi atención. Era un lugar sombrío comparado con el resto del espacio, tan iluminado: una especie de montículo cubierto de hierba y un poco apartado; estaba lleno de unas construcciones megalíticas a modo de menhires y una siniestra calima grisácea rodeaba el lugar. Había varias almas volando entre los bloques de piedra de forma arbitraria, sin orden ni sentido.

—¿Qué es…? —No me atrevía a preguntar, pero ya era tarde, mi impulsividad había hablado por mí.

—Eso es el caementerium. Las almas errantes, que pertenecen a difuntos que no aceptan su destino, se sienten atraídas por los megalitos. Aquí vagan a la espera de su sentencia sin hacer mal a nadie.

«O sea, que hay muertos que no saben que lo están», pensé. Eso me hizo estremecer.

A medida que nos acercábamos a la cima, vi una construcción hecha en la misma piedra dorada de la montaña, quedando perfectamente integrada y camuflada.

En cuanto la nube tocó tierra firme, nos bajamos. El sanctum era un santuario empotrado en la pared de roca áurea. Su fachada me recordó a un templo antiguo, con una escalinata frontal y unas columnas sin base que sostenían la cornisa y un tímpano lleno de efigies que no supe identificar.

—Te voy a presentar a Isse —dijo mientras yo miraba abstraída la portalada.

—¿Quién es Isse? —Mi curiosidad seguía hablando por mí.

—Ella es la creadora de todo lo que ves. Es la más poderosa de los sana animarum, la primigenia. Su existencia se remonta al origen de los tiempos. A ella le debo mi esencia, pues fue quien me otorgó la luz, igual que al resto de los que aquí estamos.

»Prepárate —añadió con tono serio— y estate alerta a lo que te diga pues, entre sus enigmáticas palabras, siempre hay un mensaje oculto que puede pasar desapercibido.

Vale, eso me puso aún más nerviosa. Un escalofrío casi imperceptible me ascendió por la espalda y me hizo temblar entera. Intenté que no se notara mi inquietud.

En cuanto entramos en el sanctum, mis ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la penumbra que reinaba en el interior de la montaña. Una vez que mis pupilas se dilataron y vi el espacio, no pude evitar abrir la boca al extremo, pues los techos se elevaban hasta una altura imposible. Las paredes, además, estaban cubiertas con símbolos luminosos y desconocidos ante mis inexpertos ojos, y una hilera de columnas dóricas y jónicas se alternaban creando un enorme espacio rectangular. En el centro, un trono, también dorado. Y sentada en el trono, ella.

Al vernos, se levantó y abrió los brazos en señal de bienvenida. Lês e Isse intercambiaron unas palabras incomprensibles para mí; mientras, yo era incapaz de apartar la vista de ella, pues desprendía una luz única, blanquiazulada, que jamás había visto. Vestía una túnica dorada y un medallón celeste brillaba en el centro de su pecho. Su voz era dulce y producía en mí un efecto casi hipnótico.

Vaya, resultó que el dios todopoderoso del que me habían hablado desde niña era, en realidad, un ser femenino, inteligente y otorgadora de luz llamada Isse.

—El Reino de la luz te da la bienvenida —habló dirigiéndose a mí y cogiéndome desprevenida.

—Gracias —dije titubeando.

—Un alma sola, sin un maestro que la guíe, es como un carbón encendido y solo; antes se apagará, que seguirá encendido. —Se le habían puesto los ojos en blanco y mi respiración se cortó por un momento.

No sabía qué quería decir con eso y eché una mirada furtiva a Lês, quien, con un gesto de su mano, me mandó atender. Entonces, recordé lo que me había dicho antes de entrar. Intenté prestar atención absoluta a sus palabras.

—Bienaventurado aquel que, dejando sus intereses de lado, mira las cosas con razón y justicia.

Isse seguía hablando, como si estuviera en un trance, y yo seguía sin comprender nada, pero intentaba acordarme de lo que me decía para analizarlo después. Se suponía que había un mensaje oculto detrás de esas palabras sin sentido.

—Ay, de aquel que recibió la llave de la sabiduría y no la usa. Debes usarla. ¡Úsala! —gritó con una voz profunda que me hizo estremecer de nuevo.

En sus manos, que mantenía alzadas como en una invocación, apareció un objeto entre centellas. Entonces sus ojos volvieron a un estado normal, fijó su mirada en mí y me lo ofreció. Era una pluma. En cuanto la vi, me di cuenta de que no era una pluma cualquiera, desconocida; esa pluma era mía. Era un regalo que mi abuelo me hizo el día de mi graduación; una pluma que atesoré con mucho cariño hasta que él murió y la puse en su ataúd junto a su cadáver.

Me acercó sus manos y posó la pluma sobre las mías. No sabía qué hacer o decir, así que bajé la mirada para mostrar mi respeto y agradecimiento.

—Y ahora, id en paz y que la luz vaya con vosotros, incluso en los momentos más oscuros.

Lês se inclinó y no dijo nada. Solo me hizo un ademán para indicarme la puerta. Así que hice el mismo gesto y me dirigí hacia la salida siguiendo sus pasos.

La visita fue más rápida de lo que esperaba. Fui tras Lês y en el momento en que crucé el umbral del sanctum, la luz exterior me cegó, hasta tal punto, que todo se volvió negro y me desvanecí.

 La vuelta

¡Piiii¡, ¡piiii!, ¡piiii!, ¡piiii!

—Es el monitor de la 208 —alertó un auxiliar al médico de guardia.

—¿La de la 208? Acabo de comprobar sus constantes…

El médico, enfundado en una bata blanca sin abrochar, corrió hacia la habitación mencionada. Allí, una chica de unos veintisiete años llamada Clarice había ingresado en coma después de caer desde una azotea.

«Un intento de suicidio. Eso había dicho la policía», pensó.

Si hubiera llegado hasta la calle, ahora estaría sin duda en la morgue, pero, por suerte, no aterrizó en el suelo, sino en el toldo que sobresalía de un balcón a medio camino. Ese toldo le había salvado la vida. Aunque el pronóstico no era nada alentador, pues la chica llevaba en coma más de tres semanas y ningún signo hacía prever que iba a despertar.

El hospital había sido incapaz de localizar a ninguno de sus familiares. Solo dieron con una compañera de la universidad, con quien no había tenido contacto desde que terminaran sus estudios. Ella misma confirmó por teléfono que sus padres habían muerto en un accidente de tráfico cuando ella era pequeña, y que el único familiar con vida de Clarice era su abuelo, que había estado en la ceremonia de graduación. Pero al buscarlo, solo hallaron su tumba: había muerto hacía algo más de un año, después de una larga enfermedad, dejándola sola.

El protocolo del centro hospitalario establecía un tiempo limitado para desconectar a pacientes en coma sin familiares o sin últimas voluntades. Ese tiempo estaba próximo a expirar en el caso de Clarice.

«Qué pena, es tan joven», pensaba el médico cada vez que hacía su ronda.

***

¡Piiii¡, ¡piiii!, ¡piiii!, ¡piiii!

«¿Qué es ese pitido?», me pregunté al tiempo que abría los ojos, no sin dificultad.

Esperaba encontrarme con Lês a las puertas del Sanctum, pero en vez de eso, ¡estaba en una maldita cama de hospital!

¡Piiii¡, ¡piiii!, ¡piiii!, ¡piiii!

«¡Qué alguien pare ese pitido del demonio!», intenté gritar, pero nada salió por mi boca.

La garganta reseca me provocó un ataque de tos horrible, al tiempo que un médico entró por la puerta a toda prisa. Parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas en cuanto me vio; casi como si viera un fantasma.

—¡Oh, Dios! ¿Cómo estás? —dijo mientras me ayudaba a incorporarme.

Una enfermera entró tras él y apagó el monitor, silenciando el fastidioso pitido.

—Rápido, traiga agua —le ordenó.

La enfermera volvió en unos segundos con un vaso de agua.

—Bebe muy poco a poco —me indicó el médico.

Lo intenté, pero nunca había sentido tanta sed y, además, el médico no me permitía beber con normalidad, pues estaba tomándome las constantes, mirándome las pupilas, haciéndome preguntas estúpidas como cuál era mi nombre, cuántos años tenía, en qué año estábamos… Supongo que estaba comprobando el estado de mi memoria. Me alegré de poder responderle a todo sin equivocarme.

En un momento en que todo se calmó un poco, no pude evitar pensar en Lês, el sanatorium, en Isse y todo lo que había visto.

«¿Había sido solo un sueño? ¿O tal vez una alucinación producto de mi mente enfermiza?», pensé. Un gran pesar me invadió, pues tenía la sensación de haberlo vivido de verdad.

Dejé el vaso ya vacío encima de la mesilla y vi que allí aguardaba una pluma. Mi pluma. La pluma que me regaló mi abuelo y que había formado parte de su propio ajuar mortuorio; la misma pluma que me había entregado Isse.

En ese momento supe mi razón para vivir: debía escribir todo lo que había visto en el Reino de la luz.

Fin

Lídia Castro Navàs

Este relato está debidamente registrado en SafeCreative.

8 comentarios en “Sana Animarum

  1. Ya lo acabé, muy linda historia aunque se me ha hecho tan corta… 😦 Quería más, en las otras que has participado que veo aquí, tratas también temas de la luz, almas y estas cosas que me molan tanto?
    Me podrías decir si los encuentro también en Amazon? Esta noche me pongo a ello. Muchas gracias y no dejes de escribir!!!

    Le gusta a 3 personas

    • Me siento tan agradecida!! Gracias por tu interés en mis letras y por tus palabras, Zamoranita. No te haces una idea de lo que significa para mí! Muchas gracias.
      Siento decirte que no tengo nada más en Amazon, pero los relatos y microrrelatos que hay en esas antologías en las que he participado, están también aquí en el blog, puedes leerlas libremente 🙂
      De nuevo, te mando un abrazo enorme lleno de luz 💖✨

      Le gusta a 1 persona

  2. Me encantó Lídia. Tengo debilidad por todo lo que tenga que ver del otro lado y me haga reflexionar sobre la vida. Sin duda alguna tu relato cumple con todo ello. Y como comenta Zamoranita Bagu, te quedas con ganas de leer más, mucho más.
    Muchas gracias por tu aportación.

    Le gusta a 1 persona

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.