El frío empezaba a cristalizar las gotas en las ventanas de nuestra cabaña. El día ya era más corto y pronto llegarían las primeras nieves del nuevo invierno; la estación preferida de Clara. Suspiré soltando una bocanada cargada de emoción que enteló el cristal. Clara, mi querida hermana, Clara. El fuego del hogar ardía sin descanso, pero un escalofrío recorrió mi espalda al pensar en ella. La echaba mucho de menos, pero no podía compartir mi pesar con nadie; era un tema prohibido en mi casa.
Entonces, un sabroso aroma de asado llegó hasta mí, haciéndome salivar.
—Mamá, ¿cuándo cenamos?
—En cuanto llegue tu padre —me reprendió—. Hoy está tardando más de la cuenta… —dijo para sí.
Mi padre, que era el encargado del horno de la aldea, siempre solía cerrarlo antes de la puesta del sol; pero ese día el astro rey ya había muerto tras la línea del horizonte hacía un rato.
Me di cuenta de que mi madre volvía a mostrar un moretón cerca del ojo, a la altura del pómulo izquierdo. Esos preciosos ojos, que ahora carecían de brillo, enturbiados por esa marca… Mi padre solía pasarse con la bebida. Me dolía verla tan débil, pero ¿qué podía hacer yo? ¿Enfrentarme a mi padre?
Justo mientras pensaba en esto, unos golpes en la entrada me sonsacaron de mi abstracción.
—Menos mal que has llegado. —Le recibió mi madre con preocupación—. ¿Ha ocurrido algo?
—Sí, Deva —respondió mi padre con rostro serio—. Los de la partida de caza la han visto en el bosque, pero…
—¿A quién han visto en el bosque? —Me metí en la conversación.
Mi padre me miró con cara de espanto al darse cuenta de que me encontraba presente.
—A una o… —empezó a decir mi madre.
—Osa, han visto a una osa parda; esa que tuvo camada la primavera pasada —continuó mi padre.
—¿No debería estar invernando? —Casi exclamé.
—Por eso ha sido tan sorprendente verla —contestó él—. Ve a por tus hermanos, tengo hambre.
Hice caso de lo que me pidió y fui a buscar a mis hermanos pequeños que se encontraban en la parte trasera jugando.
Mi madre no volvió a intervenir, se mantuvo en silencio y con la mirada en su plato durante toda la cena, pero su cara, con gesto grave, no correspondía a la conversación que habíamos tenido. En ese momento supe que me escondían algo y que no era una osa lo que habían divisado en el bosque.
Seguían tratándome como un niño, aunque ya no lo era.
***
La luz del alba se coló por el ventanuco de mi alcoba, anunciándome el nuevo día. Me levanté con pereza mientras escuchaba al gallo desgañitarse de fondo. Después de tomar el desayuno, me dirigí a la herrería a afrontar una nueva jornada de trabajo. Había empezado como aprendiz allí ese mismo verano; el herrero era amigo de mi padre, así que no le costó mucho convencerlo para que me diera una oportunidad, pero estaba dispuesto a demostrarle que era tan capaz como cualquiera de aprender el oficio. No me importaba acarrear con la leña desde más allá del bosque o ir a por agua al río veinte veces el mismo día; ni siquiera me preocupaban los sabañones que me habían empezado a salir en las manos y que empeorarían durante el crudo invierno. Solo quería aprender y llegar a ser un buen herrero.
—¡Aviva el fuego, muchacho! —me ordenó.
Sin siquiera contestarle, cogí el fuelle y me dispuse a la tarea. El calor del fuego coloreó mis mejillas y me perló de sudor la nuca. Mis brazos no eran los de un hombre, eran más bien débiles, así que esa tarea me suponía un gran esfuerzo.
—Cuando acabes, ve a por más leña —me volvió a mandar—. Este es el último tocón —dijo justo después de meter en el horno un madero que levantó mil centellas a su alrededor.
—Sí, maestro.
Azucé el fuego con más premura mientras él golpeaba una pieza con el martillo encima del yunque. Intenté seguir el ritmo de ese repique constante, cadente y pronto empecé a notar un dolor agudo en los antebrazos.
—Ya es suficiente —voceó.
Fue un alivio soltar el fuelle, aunque los brazos no me respondían del todo. Cogí el hacha para ir a buscar leña cuando alguien entró en la herrería.
—Buen día —dijo un señor de pelo cano vestido con túnica y sombrero picudo—. Se ha roto el eje de mi carro, ¿puede arreglarlo?
—Por supuesto —respondió el herrero—, aunque tendrá que esperar.
—¿Esperar? ¿Cuánto? —exclamó un poco contrariado.
—Deje el carro aquí y, como muy tarde, al alba lo tendré listo. Tengo otros trabajos pendientes que no puedo dejar, pero no se preocupe que le arreglaré el eje hoy, aunque se me haga de noche —insistió el herrero al ver al señor poco convencido.
—Resulta que tengo el carro cargado y mi casa está en el bosque, ¿cómo lo voy a llevar ahora?
—El muchacho le ayudará, ¿verdad, Tello? —dijo haciéndome un gesto con la cabeza—. El chico va de camino hacia allí, tiene que ir a por leña.
—¡Ah, eso sería maravilloso! Mis viejos brazos ya no soportan mucho peso —sonrió el anciano.
No podía negarme, estaba claro que no me quedaba opción. Acompañé al señor hasta su carro y cogimos unos fardos; no eran muy pesados, pero había unos cuantos.
—Eres fuerte, chico —dijo el hombre mirando con asombro cómo me cargaba los fardos al hombro.
—No pesan demasiado —le respondí.
En realidad, mi aspecto no era el típico en un chico de mi edad, era más bien escuálido y espigado. Supongo que solo quería ser amable como forma de agradecimiento.
Nos dirigimos al bosque y cogimos el sendero que nos llevaría a su cabaña.
—Te agradezco la ayuda, Tello. Te llamas así, ¿no?
—Sí, así me llamo, igual que mi padre.
—Yo me llamo Neco. ¿Y eres de por aquí?
—Sí, de esta misma aldea. Mi casa es la más cercana al horno.
Solo había una casa al lado del horno y todo el mundo sabía que allí solo podía vivir el encargado de ese servicio.
—Ah, creo que conozco a tus padres —dijo entonces el anciano—: Tello y Deva, ¿no es cierto?
—Eso es —le sonreí.
El hombre no paró de hacerme preguntas acerca de mis padres, mis hermanos, mi aprendizaje en la herrería… estaba claro que le gustaba hablar. Mientras andábamos y hablábamos iba notando el aumento de la carga de los fardos. Me los recoloqué para variar el peso en mi espalda.
—¿Qué lleva aquí? —le pregunté con curiosidad un momento en que calló.
—La mejor cecina de la comarca —proclamó—. La adquiero en el mercado de Valdeprado, una aldea al sur siguiendo el curso del río; ahora mismo venía de allí.
»También llevo otras cosas que he cogido por el camino: hierbas, minerales, incienso…
—¿Incienso? Eso es lo que pone el cura en la iglesia para que no huela mal, ¿no?
—Más o menos. —El anciano se rio—. Aunque yo lo uso para otros menesteres.
—Si no es para el olor, ¿para qué lo usa? —No sabía si debía preguntar, pero el señor no parecía dispuesto a callarse, así que me anticipé antes de que me interrogara de nuevo.
—Rituales —dijo escrutándome con la mirada—. ¿Conoces la magia, Tello?
—¿Es usted hechicero? —le pregunté con admiración mientras frenaba mi paso.
—Así es, chico.
—Vaya… he oído hablar de la magia, pero en mi casa no es un tema que sea bienvenido. Mis padres temen todo lo que esté relacionado con la hechicería.
—Entiendo. Es comprensible; siempre se suele temer aquello desconocido, ¿no es cierto?
—Supongo… aunque yo no conozco mucho sobre la magia y no es temor lo que siento.
El mago sonrió con satisfacción ante mi afirmación.
Continuamos la marcha, pero esta vez llevaba conmigo una especie de curiosa inquietud; quería saber más acerca de lo que ese anciano pudiera contarme, pero al mismo tiempo sentía un cierto recelo.
—¿Y qué tipo de rituales hace? —Me interesé.
—Pues rituales de curación, para sanar a gente enferma; de protección, para defender aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos; rituales para equilibrar las fuerzas de la naturaleza, para evitar desastres… y algunos otros.
—¿Y ha invocado al demonio? —le pregunté sin pensarlo mucho—. Es que mis padres dicen que es lo que suelen hacer las personas como usted.
—Al contrario de lo que la gente piensa, los hechiceros no tenemos contacto con las fuerzas malignas; más bien tratamos de mantenerlas alejadas —me explicó—. De hecho, no lo he visto jamás, aunque lo he sentido; la presencia del mal se puede notar en muchas personas corrientes y no necesariamente en un ser llamado demonio.
—Vaya… creo que me había hecho una idea incorrecta de lo que es un mago. Además, sé a qué se refiere, hay personas que, aun siendo simples humanos, desprenden maldad.
—Exacto. —El mago hizo una pausa—. Tú, Tello, eres una buena persona, lo supe en cuanto te vi. Y, además, eres muy listo. No dejes que nadie te diga qué debes pensar, ¡piensa por ti mismo!
—Gracias, lo haré —le sonreí un poco avergonzado. Volví a pensar que era esa amabilidad que lleva consigo el agradecimiento.
Cuando llegamos a su cabaña, más alejada de lo que había previsto, el peso de los fardos había entumecido mis hombros. Los solté con premura y noté un gran alivio.
—Creo que ayer avistaron a una osa cerca de aquí —le comenté al observar la zona.
—¿Una osa? —me preguntó extrañado.
—Eso me dijo mi padre —afirmé sabiendo que no era cierto; quería conocer la verdad.
—Ayer, unos cazadores vieron algo, pero no fue una osa lo que divisaron, sino a una ojáncana.
—¿Se refiere a la monstrua? —le pregunté con cara de asco.
—No son monstruas, chico. —Se sentó dejando caer su tronco en el respaldo. Estaba visiblemente agotado—. Hay dos tipos de seres mágicos: los de apariencia angelical y trato agradable, y los que su aspecto nos infunde temor, por ello son evitados. Las ojáncanas pertenecen a este segundo grupo.
—Pero las ojáncanas no son mágicas y, además, ¡comen niños!
—¿Cómo sabes que comen niños? ¿Acaso lo has visto? —me preguntó para mi sorpresa.
—No, pero… —vacilé.
—¿Te has planteado que quizás eso es lo que quieren que penséis para manteneros alejados? De ahí, su aspecto monstruoso y esos rumores.
—Pero… —Intenté, de nuevo en vano, darle una razón.
—¿Qué es lo que inquieta tu alma? Puedes confiar en mí.
—Es que… es delicado.
Se hizo de nuevo el silencio entre nosotros.
—¿Delicado? Está bien, no hace falta que me lo cuentes. No sé si tiene que ver o no con las ojáncanas, pero solo pretendía que supieras la verdad sobre estas criaturas mal juzgadas.
—Tenía una hermana mayor… desapareció en el bosque… yo era pequeño. Mis padres me dijeron que fue una ojáncana; la devoró.
Me quedé mirando al suelo sin saber si había hecho bien confiándoselo. Era un secreto familiar, «la mayor vergüenza de nuestra estirpe», había escuchado decir a mi padre.
—No te preocupes, nuestra conversación no va a salir de aquí. Solo te diré que, a mi parecer, no creo que una ojáncana devorara a tu hermana —me contestó Neco, que ni siquiera cambió el gesto. No se sorprendió de lo que le dije.
Me quedé pensativo. No sabía si creer al anciano, aunque era cierto que jamás había visto a una ojáncana como para juzgarla. Mi hermana desapareció sin dejar rastro. Fue todo muy extraño.
—¿Puedo ofrecerte un vino caliente? —me dijo el mago señalándome un asiento.
—Lo siento, debería irme ya. —Levanté el hacha y me la coloqué en el hombro—. Tengo que ir a por leña.
Salí de allí con prisas y, sin darme cuenta, la incertidumbre acerca de todo lo que me había explicado ese señor creció y se instaló en mi interior.
¿Podía dar crédito a sus palabras o eran solo los desvaríos de un anciano que jugaba a ser mago?
***
—He estado en el bosque esta mañana —dije mientras nos preparábamos para la cena.
—¿Has ido a por leña? —me preguntó mi padre serio.
—Sí y también fui a la cabaña que hay cerca de la vaguada; al oeste.
—Eso está… —Mi madre no terminó su frase.
—¿Te refieres a la cabaña de Neco, el viejo loco? —intervino mi padre, cortándola.
—Sí… —titubeé al ver cómo lo había llamado—. Se le rompió el carro y lo dejó en la herrería. Le ayudé a llevar unas viandas hasta su casa.
—No quiero que vuelvas por allí —me ordenó mi padre.
—Solo cumplía con mi trabajo —me defendí.
—Ya me oíste —dijo tajante.
No entendía por qué tanta aversión hacia ese hombre; yo aún no me había forjado una opinión sobre él, pero en ningún caso iba a evitarlo solo porque me lo ordenara mi padre.
—Seguís tratándome como un niño —proclamé sin alzar mucho la voz—. No fue una osa lo que vieron ayer en el bosque, ¿no es cierto? —interrogué a mi padre.
Él me clavó su penetrante mirada y se mantuvo en silencio.
—¿Qué pasó con Clara? —continué con mi atrevimiento—. ¿Realmente fue una ojáncana?
—Sabes que ese tema está prohibido en esta casa, además ¿cómo te atreves a poner en duda que una ojáncana la devoró? —exclamó mientras se levantaba de la mesa, como llevado por un resorte.
Mis hermanos contuvieron la respiración y el más pequeño se puso a llorar.
Llevado por la ira, mi padre se abalanzó sobre mí e intentó darme un bofetón. Pero, gracias a mis ágiles reflejos, esquivé su mano.
—Yo no soy mamá —le advertí con rabia contenida—. Si quieres pegarme, no me quedaré quieto.
—¿Cómo osas desafiarme, estúpido?
Intentó alcanzarme una vez más, pero no lo consiguió; entonces, se dirigió furioso hacia la puerta y la abrió de par en par.
—Si no aceptas mis normas, vete y no te atrevas a volver.
—¡No! —gritó mi madre llevándose las manos a la boca, mientras intentaba calmar al más pequeño de la casa.
—Lo siento, mamá. —Le dediqué una mirada triste—. Soy mayor para saber la verdad y voy a descubrirla.
Me fui de allí como una exhalación, sin mirar atrás. Al salir escuché los sollozos de mi madre apagados por los gritos aberrantes de mi padre.
Mi impulsividad me había llevado a tomar una decisión precipitada, ¿dónde iría ahora? Vagué unos largos minutos por el centro de la aldea, pensando en qué haría a partir de ese momento. Un montón de cuestiones me asaltaban y no podía parar de pensar en Clara y la ojáncana. Cuando me di cuenta, ya había pasado un buen rato.
La lógica me llevó a casa del herrero, tal vez podría dejarme dormir en la herrería a cambio de más horas de trabajo. Pero mi padre se me había adelantado y había advertido a su amigo de que me negara la ayuda.
—Lo siento, Tello —me dijo el herrero—. Tu padre y yo somos amigos desde hace mucho. No voy a meterme en trifulcas familiares; uso el horno y quiero seguir haciéndolo.
Me cerró la puerta en las narices y solté todo el aire que había contenido en esa brevísima conversación. Al fin y al cabo, no podía negar que mi padre era influyente.
Fui a la posada en busca de refugio; las miradas extrañadas del dueño y los parroquianos del lugar me hicieron sentir incómodo.
—¿Qué te trae por aquí, chico? —me dijo el tabernero que llevaba un trapo negruzco colgando de un hombro.
—Me preguntaba si podría alojarme a cambio de fregar los platos —respondí lo más sereno que pude.
—¿Dormir y comer a cambio de lo que yo hago? Esto no es un hospicio, ¡lárgate!
Como supuse, mi segunda alternativa tampoco salió bien. Me quedaba una única opción, aunque me resultase algo inquietante: la cabaña de Neco.
Atravesé el bosque en tensión, la oscuridad de la noche lo había cubierto todo de un manto negro y el crepitar de una rama seca bajo mis pies me asustó. Pensé en esas criaturas mágicas de las que Neco me había hablado, ¿serían amistosas realmente? Intenté no centrarme en los ruidos que llenaban el silencio entre la espesura, pero no lo conseguí.
A lo lejos vi una tenue luz que me señaló la posición de la morada del mago. Aceleré el paso.
Llamé con decisión en la puerta y no tardó en asomar Neco que, al contrario de lo que cabría imaginar, ni siquiera me preguntó qué hacía allí a esas horas, simplemente me invitó a pasar, alegre por mi visita.
—Creo que ahora sí que vas a aceptar ese vino caliente —dijo haciéndome un guiño y sin esperar una respuesta.
Me senté a su mesa, donde reposaba una gran hogaza de pan, un taco de queso curado que exudaba grasa y un trozo de cecina bien curada.
—Puedes tomar lo que quieras. —Me acercó un plato de loza algo oscurecido y me indicó las viandas que había en la mesa.
—Muchas gracias, la verdad es que no he cenado. Por cierto… —Me sentí avergonzado por tener que preguntarle eso— ¿podría dormir aquí?
—Por supuesto —respondió Neco sin titubear—. Puedes hacerlo en ese jergón, yo acostumbro a dormir en el suelo. ¡No hay nada mejor para la espalda que una superficie bien firme! —exclamó divertido.
Comí en silencio mientras el anciano me observaba y se tomaba su vino humeante.
—Entonces, si las ojáncanas no son monstruas y no comen niños, ¿qué son en realidad? —le pregunté a Neco sacando el tema que me tenía desvelado.
—Como ya te dije son seres mágicos, como las anjanas, pero su apariencia desagradable y desaliñada las han convertido en monstruas a ojos humanos. —El viejo hizo una pausa para echar un sorbo de vino—. Su cometido es guardar los caminos de los bosques cuando cae la noche y proteger a las mujeres y niñas.
—¿Proteger a las mujeres y niñas? —pregunté extrañado—. ¿Protegerlas de qué?
—Sería más correcto decir «de quién». —La respuesta añadió más dudas a las que ya tenía—. De los hombres que atentan contra su integridad —añadió Neco ante mi cara de confusión.
—Ah, ya entiendo…
—Ellas sienten en su gruesa piel cuándo una mujer está sufriendo; lo notan como una vibración. Por eso se retiraron a vivir en las cuevas y bosques, no pueden soportar tanto sufrimiento en las aldeas.
»Cuando captan ese dolor cercano a ellas, salen en su ayuda. Asustan a los hombres y liberan a las mujeres de su sufrimiento.
—¿Y cómo sabe todo esto? —me atreví a preguntar.
—Porque soy un custodio; así nos llamamos los que ayudamos a las criaturas mágicas, para que los humanos no lleguen a ellas y las maten.
Ahora entendía muchas cosas… Se hizo un silencio entre nosotros. Una duda me asaltó entonces.
—Tengo la sospecha de que usted sabe lo que le pasó a mi hermana Clara, ¿me equivoco? —solté.
—Puede que lo sepa… —respondió enigmático—. La pregunta es si tú estás preparado para saberlo.
—Lo estoy —dije con decisión—. Hace mucho que lo estoy.
—Pero para ello tienes que creer en que las ojáncanas son criaturas buenas y no unas monstruas.
—Esa es una creencia que ya he puesto en duda gracias a usted.
—Entonces, ha llegado el momento de que conozcas a Tanea.
—¿Quién es Tanea?
—Una ojáncana amiga mía.
Su respuesta me erizó el vello de la nuca y, a la vez, me sentí entusiasmado; por fin iba a conocer a una criatura mágica.
***
Salimos de la cabaña y nos adentramos en la espesura del bosque hasta encontrar el tramo alto del curso del río; el nacimiento. Allí, bajo una pequeña y poco elevada cascada, se escondía una cueva. Ese era el refugio de Tanea.
Penetramos en la cueva y la oscuridad nos tragó. El mago hizo uso de sus poderes e invocó una llama azul sobre la palma de su mano. Esa llama nos iluminó el camino hasta la parte más profunda, donde una cavidad se abría ufana. Justo en medio, sentada en una piedra a modo de banco, reposaba la oronda ojáncana: una criatura que me sacaba dos cabezas de altura y varios codos de anchura; estaba de espaldas, con lo que solo podía ver su largo pelo enmarañado y encrespado de un color pajizo. Solo vestía una especie de bragas que cubrían sus partes nobles; el resto de su voluminoso cuerpo quedaba expuesto, al aire.
—Tanea. —La alertó el viejo—. ¿Cómo estás?
La ojáncana se giró lentamente. Lo que más me sorprendió al verla de frente, no fue su rostro horrendo ni sus dos ojos pequeños y juntos, ni siquiera esos dos colmillos que sobresalían amenazantes de la parte inferior de su mandíbula; lo que me impresionó realmente fue su torso: de él colgaban, de forma exagerada, dos pechos largos, aunque abultados en la parte baja, donde unos pezones redondos y oscuros cubrían buena parte de la superficie.
Su voz retumbó en el eco de la cueva.
—Amigo, Neco; ¿quién viene contigo? —dijo escrutándome con la mirada.
—Es alguien a quien quiero presentarte. Se llama Tello —respondió el mago mientras me señalaba.
La ojáncana se levantó, se acercó a nosotros y me tendió su mano. Yo le correspondí en cuanto sentí el codazo del anciano, que me alertó de que me había quedado pasmado.
—Lo siento —le pedí disculpas por mi embobamiento—. Eres la primera ojáncana a la que conozco.
—No te preocupes, suelo causar otras reacciones peores, ¡créeme! —rio de forma exagerada, lo que relajó mi tensión.
—Le he hablado a Tello sobre la verdadera existencia de las ojáncanas —explicó Neco— y sobre vuestra ocupación… Él es el hermano de Clara.
»Y por eso lo he traído, para que le cuentes la verdad de lo que pasó la noche en que Clara desapareció —continuó Neco.
—Está bien… —dijo Tanea rascándose la barbilla; sonó como si su piel fuera la corteza de un árbol viejo—. Va a ser duro, ¿estás preparado?
—Sí —dije con menos seguridad de la que esperaba. Me prometí a mí mismo soportar lo que aquella criatura tenía que contarme.
—Yo realizaba mi ronda nocturna de forma habitual. Era una noche estrellada, de esas en que la luna está en su plenitud y la oscuridad es menos oscura. De pronto, sentí la vibración en mi piel y seguí mis instintos hasta que escuché los gritos de una joven; me dirigí a ellos. Dos hombres tenían retenida a Clara por brazos y piernas; yo… yo no llegué a tiempo… —Tanea titubeó un segundo como si estuviera reviviendo algo muy desagradable. Su aspecto no concordaba con la sensibilidad que mostraba. Me estremecí con sus palabras—. Ella se intentó zafar de forma violenta de su agarre y, en el forcejeo, uno de los hombres recibió una patada justo cuando se estaba bajando el calzón. La rabia se apoderó de él; buscó a tientas tras de sí y se hizo con una piedra que hundió, con todas sus fuerzas, en la cabeza de Clara. Los gritos cesaron justo cuando interrumpí la escena. Fueron solo unos segundos… —volvió a balbucear—. Los dos hombres, espantados, huyeron del lugar, dejando a la chica medio desnuda y muy malherida.
Tanea pausó su relato y mi llanto se hizo evidente en el silencio reinante. No pude soportar conocer la verdad sobre lo que le pasó a mi hermana esa fatídica noche y me cubrí el rostro para desahogarme mejor. La ojáncana posó su enorme mano sobre mi hombro, como queriendo transmitirme su cariño y apoyo.
—Intenté salvar su vida, pero no pude —dijo apesadumbrada—. Su estado era crítico y solo me quedaba una opción: darle una nueva existencia.
—¿Nueva existencia? —pregunté mientras me tragaba mis propias lágrimas. No entendía qué quería decir con eso.
—Las ojáncanas tienen un don —intervino Neco—. Pueden dar vida; pero no me refiero a parir, sino a devolver la vida a algo que la tuvo, aunque con algunos cambios.
El mago le hizo un ademán a la ojáncana para que continuara ella.
—Sí, es cierto. Las ojáncanas podemos devolver la vida usando nuestro calostro.
No salía de mi asombro, no solo no eran monstruas, sino que resultaban ser unas criaturas extremadamente sensibles y… ¡¿podían devolver la vida?! Eso significaba que…
—Entonces, ¿Clara sigue viva? —interrumpí con ímpetu.
—No exactamente. Es decir, le di mi leche y la salvé; pero otorgándole una nueva vida. Tu hermana es ahora una ojáncana.
—¡¿Qué?! —No podía creer todo lo que estaba escuchando. Me levanté de un salto, incrédulo ante todo aquello.
—Cálmate, Tello —me pidió el mago—. Tú mismo querías saber la verdad, ¿no es así?
—Sí, pero… —Me volví a sentar, admitiendo que quizás esa historia no era la que esperaba—. ¿Dónde está Clara? Quiero verla.
—Está haciendo la ronda. Puedes verla, pero ten en cuenta que ella ya no es humana y su aspecto… bueno, es como el mío —dijo Tanea señalándose a sí misma.
—No me importa… Te había juzgado mal… ¡Os había juzgado mal! —exclamé— ¡A ti y a todas la ojáncanas! Lo siento. —Me sorbí la nariz. Creía que esa disculpa era lo mínimo que podía hacer.
—No te apures, nuestra naturaleza nos hace parecer algo que no somos y las leyendas se han encargado de acrecentar el mito. Hay muchas personas que no están preparadas para conocer esta verdad. Pero que haya jóvenes como tú dispuestos a cambiar su opinión es muy importante para mí. Eso nos aporta esperanza, una esperanza de cambio.
Bajé la mirada al suelo al sentirme avergonzado por haberme dejado manipular por las ideas llenas de odio de mi padre.
—Ven, vamos a buscar a Clara —dijo Tanea mientras se levantaba. Se dirigió a la salida de la cueva y nosotros fuimos tras ella.
***
Cerca del camino que llevaba a la aldea, entre unos matorrales, se encontraba la figura encorvada de una ojáncana.
—Clara —la llamó Tanea desde una distancia prudente—, traigo compañía.
Ella se giró y, aunque su nuevo aspecto no tenía nada que ver con el de antes, pude ver ese brillo en los ojos que tanto recordaba. El mismo brillo que había en los ojos de mi madre años atrás.
—¿Clara, eres tú? —pregunté dubitativo.
—Tello… —vaciló al verme—. Eras solo un niño cuando… —Se llevó las manos al rostro visiblemente emocionada—. Mi aspecto…
En efecto, su apariencia me infundía temor, pero algo en mi corazón palpitó más fuerte al sentir su esencia; sin duda, era mi hermana.
Me abalancé sobre ella y la abracé con todas mis fuerzas dejando a un lado todas las creencias impuestas, todos los prejuicios. Por fin comprendí que el exterior era solo eso: una fachada que escondía el verdadero ser de alguien.
Sabía que este conocimiento que ahora atesoraba no podía compartirlo con nadie, ni siquiera con mis padres… Ellos no estaban preparados para entenderlo, pocos lo estarían, tal y como había dicho Tanea.
—Tenemos mucho de que hablar —dijo Clara recibiendo el abrazo con mucha alegría.
—Habrá tiempo —intervino Neco—. El chico va a ser un nuevo custodio; si acepta, claro.
Lo miré algo confuso, no esperaba esa propuesta.
—¡Por supuesto que acepto! —exclamé sin soltar el agarre de mi hermana.
Me sentía afortunado y agradecido de haber tenido la oportunidad de vivir esa experiencia que cambiaría mi visión del mundo para siempre.
Se me acababa de presentar una oportunidad única, una oportunidad de proteger algo muy valioso: ¡salvaguardar a las ojáncanas!
Fin
Lídia Castro Navàs
Este relato está debidamente registrado en SafeCreative.
Muy bonito, Lídia. Me gusta sobre todo lo bien que has descrito a las ojáncanas, me he hecho una imagen visual fuerte. De hecho, después de leerlo he buscado ojáncana en Google, y me cuesta imaginarlas con la personalidad que describen, ¡me has convencido tú más!
Un besote, y buen fin de semana
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Muchas gracias, Luna 😊 🤗 Valoro que lo leas y compartas tu opinión conmigo (ya lo sabes). Buen fin de semana 😘
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Vaya pedazo de relato. Me ha encantado. La sensibilidad del personaje de la monstruA es tan grande como su cuerpazo.
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Ay, Virtudes. Qué feliz me haces. Muchas gracias por leerlo y comentarlo. Me alegra que te haya gustado. Lo de la sensibilidad de la monstrua fue el cambio que asigné al ese ser mitológico que es una especia de «mujer del saco» medio salvaje y devoradora de niños.
De nuevo, gracias por tus palabras. Abrazo grande 🙂
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Bonito relato. Lo comparto en twitter 🙂 Abrazo
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Muchas gracias, Ana 😊 Me alegra que te haya gustado. Gracias por leer y compartir 😘
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Qué historia tan bonita. Los pre-juicios hacen tanto daño. Tienen que existir más Tellos en el mundo. 😍
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Muchas gracias, Lídia 😊 Valoro tus palabras. Me alegra que te haya gustado y estoy de acuerdo contigo, más Tellos faltan en el mundo. Un abrazo grande 💜😘
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