
Bajo la túnica de lino se intuía su esbelta figura. Un pectoral de oro y lapislázuli destacaba sobre la tela blanca. Sus ojos cerrados mostraban una negra y gruesa raya de kohl que perfilaba sus pestañas. Al lado de su diván, en una mesa dorada, había una fuente de fruta fresca y una gran jarra de leche. Su brazo caía inerte a unos centímetros del suelo y unas pequeñas gotas de sangre señalaban el lugar donde el áspid había asestado su letal mordedura.
Lídia Castro Navàs