Sekhmet

¿Cómo frenarías a una diosa con sed de sangre que está sembrando el caos entre la humanidad? Difícil reto, ¿verdad?. El Dios Ra lo hizo de una forma bastante ingeniosa usando el engaño.

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¿Te interesa la mitología?

Aquí encontrarás libros relacionados con ella que te pueden gustar.

Lídia Castro Navàs

Eco y Narciso

¿Sabes qué relación tiene la palabra narcisismo con el eco que resuena en las montañas? ¿Y qué relación tiene con la mitología griega?

Si quieres conocer el mito sobre Eco y Narciso que nos habla de una relación destinada al fracaso por falta de comunicación y exceso de narcisismo, ven y te lo cuento. 👇 👇

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Lídia Castro Navàs

Cosmogonía china

Según la mitología china, una de las más antiguas del mundo, el Universo surgió de un huevo cósmico del que nació una divinidad que se sacrificó para crearlo todo.

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Si quieres profundizar en el conocimiento de las mitologías, te recomiendo unos libros imprescindibles:

Lídia Castro Navàs

Muerte y juicio final

El mundo de la muerte en la mitología egipcia es muy complejo. En el proceso de momificación se quitaban todos los órganos del cuerpo excepto uno, ¿sabes cuál era? Y lo más importante de todo: ¿sabes por qué no lo quitaban?

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Lídia Castro Navàs

Muerte de Osiris

El hijo de un dios primigenio es asesinado y al poco tiempo resucita. ¿Te suena la historia? Aunque no lo parezca es un tema recurrente en la mitología y en este caso se trata de la muerte y resurrección de Osiris.

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Lídia Castro Navàs

Belleza finita

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Bajo la túnica de lino se intuía su esbelta figura. Un pectoral de oro y lapislázuli destacaba sobre la tela blanca. Sus ojos cerrados mostraban una negra y gruesa raya de kohl que perfilaba sus pestañas. Al lado de su diván, en una mesa dorada, había una fuente de fruta fresca y una gran jarra de leche. Su brazo caía inerte a unos centímetros del suelo y unas pequeñas gotas de sangre señalaban el lugar donde el áspid había asestado su letal mordedura.
@lidiacastro79

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En el museo

Robert estaba haciendo su ronda por el museo. Como de costumbre, intentaba no estarse quieto en el lateral de una sala o sentado en un rincón de una de las galerías. Recorría todo el museo durante su larga jornada. Se conocía cada pieza expuesta, cada cuadro colgado. El museo era su segunda casa.

Por circunstancias de la vida, él no había tenido la posibilidad de estudiar más allá de la educación básica obligatoria, aunque era una persona inquieta y con ganas de aprender. Por suerte, el destino le brindó la oportunidad de trabajar rodeado de cultura y eso satisfacía sus ansias de conocimiento.  

Le gustaba escuchar las explicaciones de los guías que acompañaban a los grupos de turistas o escolares. Y, cuando su tiempo libre se lo permitía, leía acerca de las obras y los autores que más le llamaban la atención.

Lo que más ilusión le hacía era cuando llegaba al museo una exposición itinerante, ya que así ampliaba su horizonte cultural. Y hoy estaba especialmente excitado pues se iba a inaugurar una nueva exhibición temporal de la temática que más le atraía: el antiguo Egipto. Se trataba de una muestra sobre el mundo de la muerte y estaba compuesta por sarcófagos finamente decorados, ricas y diversas piezas de ajuar y momias —¡momias de verdad, con sus vendas y todo!—. Nunca había tenido la oportunidad de ver momias de tan cerca, así que su exaltación era justificada.

Antes de la apertura de las puertas al público, quiso recorrer el espacio, aún vacío de visitantes, y contemplar con tranquilidad todos los objetos exquisitamente dispuestos en las vitrinas. Cada pieza iba acompañada de un cartelito explicativo con su procedencia, antigüedad, uso… Estaba admirando unos ungüentarios de alabastro muy atentamente, cuando notó que sus pies pisaban algo poco habitual en el suelo de mármol del museo. Arena. Su mirada se trasladó al suelo y extrañado pudo ver que una fina capa de arena dorada cubría el pavimento. Instintivamente llevó su mano hasta la arena, que parecía proceder del desierto, y en cuanto las yemas de sus dedos entraron en contacto con ella, todo se desvaneció.

Cuando intentó abrir los ojos, quedó cegado por la intensidad de la luz del mediodía. Se encontraba tumbado en un suelo polvoriento y se sentía aturdido. ¿Acaso se había desmayado? El ambiente que se respiraba era seco y extremadamente cálido. Soplaba un fuerte viento que presagiaba una tormenta de arena.

Con un gran esfuerzo se incorporó y, cuando sus pupilas se acostumbraron a la claridad, empezó a percibir lo que le rodeaba: solo podía ver montones de arena dorada y un inmenso cielo azul presidido por un imponente sol.

¿Dónde estaba? Una idea cruzó su mente como un rayo. ¡No podía ser! Se levantó y pudo ver la entrada a lo que parecía un túmulo. Quiso resguardarse del abrasador sol y del molesto viento, así que descendió por la rampa que daba acceso a una antecámara de paredes de piedra, repletas de inscripciones muy coloridas, como si estuvieran recién hechas. No tenía ninguna duda, los relieves no eran sino, jeroglíficos, y el lugar donde se encontraba, tenía que ser una tumba aún sin usar.

Escuchó ruido de pasos y el pánico se apoderó de él. Se escondió en la cámara anexa, donde un gran sarcófago de piedra ocupaba gran parte del espacio. La tapa del sepulcro reposaba en el suelo y el interior estaba vacío. Desde donde estaba, vio cómo un grupo de hombres, vestidos con taparrabos blancos, y completamente rapados, transportaban objetos de uso cotidiano y los iban depositando en la antesala. Debían ser piezas de un ajuar mortuorio. A Robert le sobrevino un pavor incontrolable y empezó a temblar. ¡Estaba en el antiguo Egipto! Se agachó en una esquina y se quedó paralizado, sin saber qué hacer. Entonces, al posar sus manos sobre el suelo, sin esperarlo, todo se volvió a desvanecer.

Mike, el cartero del museo, lo hizo volver en sí dándole unas palmaditas en la cara.

—¡Despierta, tío! Te has desmayado… —dijo con su particular voz de loro. Su habla se asemejaba a la de un loro de esos que aprenden a hablar. Muy gutural y chillona.

Robert estaba tumbado en el frío suelo del museo. Por suerte, no se encontraba en el antiguo Egipto, pero… ¿había estado realmente allí?

Lídia Castro Navàs