En el infierno

Miro el reloj, son algo más de las tres de la madrugada y las bombas siguen cayendo. El silbido ensordecedor que producen los proyectiles en su caída libre se introduce en mi mente con la facilidad con que una piedra rompe un delicado cristal.

De las paredes de roca recientemente excavada cuelgan luces improvisadas. No son más que bombillas que parpadean continuamente y se apagan cada vez que hay un nuevo impacto. La oscuridad solo dura unos segundos; unos segundos que se hacen eternos en esa frágil espera.

El refugio antiaéreo está lleno de gente asustada y eso se traduce en un silencio sepulcral. Nadie dice nada, solo se pueden intuir las respiraciones contenidas y algún que otro gemido, casi imperceptible, que se escapa de forma involuntaria. Ni siquiera las criaturas lloran, como si se les hubiera olvidado hacerlo, como si de repente fueran personas adultas respetando esa mudez tensa con renuncia estoica. Solo hay una cosa que rompe el silencio: las sirenas. Ellas anuncian, incansables, que el peligro llega desde el cielo y que nadie está a salvo.

En este reducido espacio nos hacinamos todos: hombres y mujeres; ancianos y niños. Aquí todos somos iguales; el miedo… el miedo a morir nos iguala; la muerte nos iguala y nos recuerda que nadie es mejor que nadie. Y ese mismo miedo se refleja de distintas formas en los rostros de las personas que me rodean y con quien comparto la respiración contenida, como si el oxígeno de la estancia fuera un bien preciado a punto de agotarse.

Mis manos, sucias y temblorosas, sostienen la cámara con el temor de quien lleva una bomba a punto de estallar. Aunque la acreditación de corresponsal cuelga por encima de mi chaleco bien visible, mostrando el porqué de mi presencia allí, no sé de dónde sacar las fuerzas para levantar mi Canon e inmortalizar este momento.

Los años de experiencia en varios conflictos bélicos distintos no me ayudan a afrontar esta situación por muy similar a las otras que sea. Mi empatía, a veces tan útil y necesaria, se convierte en lo que ahora me impide tener la mente fría.

Inhalo profundo; todo lo profundo que me permite el pecho encogido, y suelto un bufido, que suena más alto de lo que me gustaría admitir, y con el aire dejo ir también mis miedos, mis frustraciones y la desesperanza que anida en muchos de los corazones presentes. Una desesperanza que tiñe de negro el futuro de la humanidad como sociedad. Una sociedad que vive, pero que no sabe convivir. Mucho tenemos que aprender todavía… Y por eso debo continuar con mi labor, para dar a conocer al mundo entero la injusticia, el dolor y el desamparo de los más débiles e inocentes. Me aferro a ese sentimiento mientras alzo mi cámara y así poder seguir un día más en el mismísimo infierno.

Lídia Castro Navàs