
Me encantaba colarme en la cocina mientras ella preparaba los postres. El dulce aroma embriagador del lugar cautivaba mis sentidos y me guiaba hasta allí. Encima del mostrador metálico se agolpaban un sinfín de cosas: ingredientes (harina, huevos, azúcar, vainas de vainilla, canela en rama…), recipientes (boles de cristal de diferentes tamaños, vasos medidores, jarras…) y utensilios variados (manga pastelera, rodillo de madera, lenguas de gato…).
Aprendía muchísimo observando sus gráciles movimientos. Era capaz de controlar varios procesos a la vez: removía la leche que estaba a fuego lento aromatizada con cáscara de limón y canela, batía las claras a punto de nieve, calentaba el horno a la temperatura óptima… Su sincronización era magistral.
Siempre me quedaba con las ganas de ayudarla, al final me acaba echando de allí.
−¡Fuera! −me dijo haciendo un gesto con la mano−. ¡Juaaaan, se ha vuelto a colar el gato!
Lídia Castro Navàs