Después de incontables y sombrías noches, solo iluminada por las estrellas o por la titubeante luz de unas velas, volvía a admirar la muerte del sol en el horizonte. El cielo se iba tiñendo de rojo muy lentamente y provocaba cambios de tonalidades en todo el paisaje circundante. Habían pasado ya dieciocho años desde que nací un soleado día de primavera.
Desde entonces me encontraba encerrada entre esos muros de piedra gris. Con una única ventana que me ofrecía vistas del desconocido exterior. No conocía otra realidad. Me habían hecho creer que ese era mi sino. Y lo acepté al principio, pero llegó un día en que desperté del sueño que me tenía presa.
Estaba sola en mis aposentos, como de costumbre. Un gran espacio ocupado únicamente por una enorme cama con dosel, una mesa de costura, una silla y un armario, todo de roble.
Ocupaba mi desidioso tiempo cosiendo a la luz de las candelas, cuando, cierta noche, un ruido en el exterior captó mi atención. Dejé la aguja clavada en el bastidor circular, donde estaba bordando un pañuelo con una flor de lis, y me acerqué temerosa a la ventana. Posé las manos en la fría y dura repisa y dirigí mi mirada hacia abajo, de donde había procedido el extraño ruido.
Entonces, entre tanta oscuridad, pude ver algo que resplandecía con la fuerza de tres soles. Era un caballo blanco, que inquieto relinchaba bajo mi ventana.
Era tan hermoso y transmitía tanta fuerza, que en seguida ansié poder alcanzarlo y encima de su lomo cabalgar lejos de mi prisión. Fue tal el anhelo, que estiré los brazos todo lo que pude e incliné mi figura hacia adelante para ver si podía siquiera rozarlo. Pero el contrapeso de mi cuerpo, enfundado en un pesado vestido de terciopelo azul con enaguas y faldones, me hizo perder el equilibrio y precipitarme al vacío.
El golpe que me propiné fue seco, aunque no tan fuerte como esperaba, pues en seguida llegué al suelo, como si la caída hubiera sido de unos pocos centímetros. El terreno no estaba cubierto de hierba, ni siquiera pude notar la humedad de la tierra.
Abrí los ojos, que extrañamente sentía legañosos. La alfombra multicolor sobre la que caí se me antojó muy mullida. Me incorporé y llevaba el pijama de franela hecho girones. Acababa de caer de la cama, pero no de una con dosel y con un gran cabezal de roble, sino de una litera metálica que compartía con mi hermana.
—¡Vaya! Es la segunda vez esta semana —reconocí con vergüenza.
Lídia Castro Navàs
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