Ataviada con mi mejor armadura, y una capa de piel de oso encima, me dispuse a hacer frente a mi mayor enemigo. Mi montura estaba lista, monté a horcajadas y me dirigí hacia el norte. El galope veloz del caballo me hacía notar el peso de la espada que llevaba colgada. Eso me permitía sentirme fuerte y segura.
Pude atisbar algo en el horizonte. Era una hueste hostil. Sostuve las riendas con más fuerza, espoleé al animal y apreté los dientes para enfrentarme a ellos. Cuando estuve cerca vi que eran al menos veinte hombres; desenvainé la espada y grité con todas mis fuerzas.
El crepitar de la leña del fuego me sonsacó de mi abstracción. Tenía que acabar mis labores, así que me deshice de mi ensoñación y continué bordando.
Lídia Castro Navàs
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