
En cuanto me vio, posó sus dos ojos amarillos en mí. Su pelaje gris destacaba sobre la tierra árida donde estaba agachada, pero mantenía todos los músculos en tensión; como si fuese a saltar al menor descuido. Su expresión amenazante me hizo retroceder un par de pasos, mi olfato me decía que sus intenciones no eran buenas y que mi presencia le disgustaba tanto como a mí, la suya. Me habían enseñado a mostrar los dientes y a correr detrás de los de su especie, pero hacía tanto calor que no me apetecía una carrera. Además, yo soy un perro tranquilo y pacífico, más bien perezoso diría mi dueña.
Lídia Castro Navàs
