Tu ausencia me mata

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Foto: Pixabay.com

Ya no estás y las noches sin ti son más oscuras.

La pena invade cada rincón de mi alma en tu ausencia,

y no puedo evitar el llanto.

Cierro los ojos y me abrazo a la almohada,

mientras te veo en mis pensamientos: emitiendo esa brillante luz.

Tu ausencia me mata… Te prefiero llena que nueva.

¡Vuelve, mi luna!

Lídia Castro Navàs

 

Caza nocturna

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Anoche estuve de caza. Me cubrí bien con el embozo, pues había refrescado y me puse a leer mientras esperaba a mi presa. Mis ojos hicieron varios amagos por cerrarse, pero me forcé para no caer en las redes de Morfeo. Y así estuve hasta que mi presa hizo acto de presencia. Su zumbido inconfundible me sonsacó de mi ensoñación. Me incorporé de un salto y cogí el arma, que yacía en el suelo junto a mí. Tardé por lo menos una hora en darle caza, pero su endeble cuerpo sucumbió al zapatillazo que le di.

Espero que no se vuelva a colar otro mosquito en mi cuarto y ose interrumpir mi momento de lectura.

P.D: Era un mosquito, pero me pareció un león; de ahí la foto 😉 jajaja

Lídia Castro Navàs

Greguería (1)

El compañero de letras (y supuesto amigo 😛 ), Francisco, del blog Historias malditas, malditas historias me retó a escribir tres greguerías en tres días consecutivos.

Aquí va la primera:

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Lo mejor para iluminar la noche es una bombilla nueva o una luna vieja

Lídia Castro Navàs

 

Me tomo la libertad de retar a toda persona que vea esto y quiera ser retada 😉 Quien lo acepte y agregue mención, se le agradecerá con una ración de abrazos virtuales. Gracias 🙂

Una calabaza, dos calabazas, tres calabazas…

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pixabay.com

 

—Una calabaza, dos calabazas, tres calabazas… —contaba en voz baja en un intento vano por coger el sueño.

Me levanté y fui a deambular por la casa en penumbra mientras todos dormían. El aroma de los boniatos y las castañas asadas me llevó a la cocina; las bolitas dulces de almendra y piñones aún reposaban en la encimera. Estuve tentada de comer una, pero mi madre no me lo permitía desde que tenía aquellos dolores de barriga.

Me fui al salón donde el fuego, que ardía oscilante detrás de una pantalla de cristal, me reconfortó. Encima de una repisa de madera aguardaban un montón de fotos familiares. Ahí estaba yo, el día de mi primera comunión, hacía ya dos primaveras. Los mofletes se me veían llenos, no como ahora; había perdido peso, pero ya lo recuperaría cuando pudiera comer de todo; eso me decía mi abuela.  

«¿Quién será ese?», me pregunté al observar una foto de un hombre con barba. Mi padre no era. Se parecía a mi hermano, con esos ojos vivarachos, pero era imposible, solo tenía cuatro años más que yo.

En ese momento, todo cambió a mi alrededor: la estufa de leña desapareció dejando paso a un radiador metálico. Las fotos seguían allí, aunque encima de un mueble de cristal con acabados cromados. Yo continuaba mostrando mi sonrisa de carrillos abultados, en cambio, mi hermano había crecido, se le veía mayor, mucho mayor.  

—No puedes volver a tu casa, no está permitido  —dijo mi supervisor tirando de mí hasta llevarme de nuevo entre las sombras.

Por un día, sentí nostalgia de mi antigua vida, pero había olvidado que los muertos no podemos estar entre los vivos.

 

@lidiacastro79

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Ella, la gata

Durante el día podías verla subida a un árbol, indiferente, sin mostrar emoción alguna, aunque tranquila y despreocupada. En cuanto oscurecía, mejor no encontrarse con ella, con su apariencia real, pues era un espectro de la noche, segadora de vidas, ladrona de almas…

@lidiacastro79 

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Mirando las estrellas

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La humedad de la noche había cubierto todas las superficies: hierba, flores, mármol, piedra… Se tumbó a contemplar las estrellas desde lo alto de su morada. Un profundo vacío llenaba su pecho exánime; no conseguía abandonar esa sensación de perpetuo malestar que se había instalado en su ser. Una tenue línea de luz iluminó el horizonte anunciando un nuevo día y le señaló que era hora de volver a su sarcófago.

@lidiacastro79

Entrada para participar en el Reto 5 líneas del blog de Adella Brac quien me ha concedido esta medalla de bronce por mi participación en el reto. Mil gracias, Adella 🙂

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La señal del farol

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Foto cedida por Yolanda del blog Ratón de biblioteca

Escondida detrás de un matorral cercano al monasterio esperaba la señal. Era de noche y el frío invernal arreciaba a esas horas. Desde donde estaba veía perfectamente el farol. Su luz impertérrita se apagaría de un momento a otro y esa sería la señal que aguardaba con impaciencia.

Debíamos esperar a la clandestinidad de la noche para establecer nuestros encuentros, cada vez más frecuentes. En apenas unos minutos, disfrutaría del dulce sabor de la lujuria.

De repente, el farol se apagó, dejando a oscuras la puerta de acceso a la cocina. Corrí hacia allí para coger las cesta que sostenía la Hermana María, con los bizcochos, galletas y sobaos más pecaminosos del mundo. ¡Me merecía ir al infierno!

@lidiacastro79

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HISTORIA DETRÁS DE ESTE POST:

Mi compañera bloggera, Yolanda, me contactó un día diciéndome que había encontrado una foto que le recordó a mí y me la compartió para ver si me inspiraba. Y tengo que darle las gracias porque tenía razón, me ha inspirado. ¡Gracias, Yolanda! Y espero que te guste el micro.

En la playa

Es de noche y una joven camina descalza por una playa. Lleva un vaporoso vestido negro y el pelo, algo despeinado por la brisa que sopla casi imperceptible, le cubre el rostro. En sus manos aguanta una bengala encendida y baila de forma relajada. Su danza no se debe al efecto del alcohol, ni de ninguna droga psicotrópica, es algo mucho más sencillo… se siente feliz por primera vez desde hace tiempo. Y su forma de expresarlo es bailando consigo misma. Lo único que rompe con la oscuridad son las centellas que desprende el fósforo y la luz apagada que proyecta una hoguera lejana, donde un grupo de personas charlan animosamente. Por detrás, solo hay una inmensa negrura. Aunque en realidad, tras ese telón negro, hay miles de estrellas brillando en el firmamento. Pero nadie las ve. Lo único perceptible es el rumor del agua del mar en su vaivén incansable, que acompaña a la chica del vestido negro en su baile hipnótico.

Lídia Castro Navàs

Llega la noche

La noche llega a la ciudad y yo salgo con mi cámara colgada del cuello. El cielo, de color azul eléctrico, se va oscureciendo por momentos. Las farolas iluminan la fachada de la antigua estación y, a la vez, proyectan su luz sobre las tranquilas aguas de la ría. A lo lejos se ve uno de los muchos puentes existentes. Un semáforo en verde da paso a los escasos coches que circulan a estas horas y algunos transeúntes caminan por la acera sin inmutarse ante el objetivo de mi cámara. Más allá, una montaña, ondulante y oscura, recorta el horizonte todavía visible, pero no por mucho tiempo…

@lidiacastro79

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Sola

Acababa de salir del trabajo, tarde, como siempre, pero estaba contenta por todos mis logros en el nuevo proyecto. Me sentía ilusionada con lo que ello podía aportar a la humanidad: ¡el avance a nivel tecnológico sobrepasaba la lógica!

La luz ya había dejado paso a la oscuridad que era solo interrumpida por la tenue iluminación de algunas farolas, las cuales parecían indicarme el camino hacia el aparcamiento, como si se tratasen de los indicadores de una pista de aterrizaje.

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Bajo el sutil resplandor que surgía de uno de los focos situados en lo alto de la parte trasera del edificio, aguardaba mi nuevo y reluciente coche. En la oscuridad era imposible apreciar el precioso azul cobalto, oscuro y metalizado, de la carrocería. La decisión del color había sido muy meditada. Mi sentido de la responsabilidad me decía que la mejor elección era un color claro, fácilmente visible, tanto para los otros coches, como para los peatones. Pero fue llegar al concesionario, ver ese color en un modelo de la exposición y enamorarme perdidamente.

La tarjeta que me daba acceso al laboratorio aún seguía colgando del bolsillo de mi camisa, por donde asomaba mi apreciado bolígrafo de plata. Había sido un regalo de mi abuelo el día en que me gradué. Siempre recordaré su sonrisa al entregármelo, se podía vislumbrar en sus ojos la alegría y el orgullo que sentía.

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Llevaba las llaves en la mano, y el dedo pulgar encima del botón que accionaba el mecanismo de apertura. Estaba a punto de presionarlo, cuando una presencia a mis espaldas me hizo parar en seco… Me giré rápidamente, pero ya era demasiado tarde, esa presencia me había asaltado y pude notar el tacto de sus guantes de cuero encima de mi boca. Al instante, caí inconsciente, a causa seguramente del cloroformo, u otra sustancia similar, que empapaba un pañuelo de algodón.

Cuando desperté, me encontraba en el suelo de una especie de zulo oscuro y húmedo, me sentía aturdida y había perdido la noción del tiempo. Mi ropa había desaparecido y ahora llevaba una bata de hospital de un color indeterminado, de esas que son abiertas en la parte trasera.

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Me sorprendió un fuerte dolor en el costado derecho y me llevé la mano instintivamente hacia allí. Pude palpar, con gran temor, una cicatriz reciente, burdamente cosida… ¿Pero qué me habían hecho? ¿Cómo podía salir de allí? ¿Qué me pasaría ahora? Un terror irracional se apoderó de mí y el inconsciente me llevó de nuevo.

Lídia Castro Navàs