Este año mi padre se ha empeñado en enseñarme el oficio. Dice que algún día heredaré el negocio familiar y tengo que conocer todos los aspectos para controlarlo.
A finales de año esto es un hervidero. Sacos y más sacos llenos de cartas que se agolpan por todas partes. Los pajes reales nos las van trayendo. Miles de cartas, tal vez millones. Procedentes de todos los rincones del planeta. Le acabo de proponer sustituir tanto papel por correo electrónico, pero no me ha querido escuchar. Dice que no todo el mundo tiene acceso a internet y, además, qué sería de los pajes y de sus familias, se quedarían sin trabajo.
En fin, nada de cambios en el sistema de pedidos. Por cierto, cada carta viene con un sinfín de peticiones. Según mi padre, cada vez es más difícil satisfacer las exigencias de los clientes. El tema de los juguetes y la tecnología está resuelto, nuestros contactos en Oriente nos proporcionan los mejores precios (no siempre la mejor calidad, pero ese es otro tema).
Lo complicado es cuando te piden cosas como que se acaben los exámenes o que vuelva su perro de entre los muertos. Es comprensible el error. Nos llamamos “magos” pero en realidad no realizamos esa clase de magia. Otra de mis propuestas es un cambio de nombre del negocio, para no crear falsas expectativas. Pero mi padre se ha negado en rotundo.
“No voy a cambiar un nombre que ha funcionado durante siglos”, me ha dicho furioso.
Creo que se ha arrepentido de llevarme con él al trabajo y a media mañana me ha mandado otra vez a la escuela. Me ha dicho que voy a tener que estudiar para ganarme la vida porque no me ve futuro en el negocio familiar.
Lídia Castro Navàs