
Éramos los guardianes del futuro para acabar con una lacra: los colonos que con su magia negra provocaban la muerte de muchos niños inocentes.
Cáncer. Así es como lo llamaban en el pasado de la historia de la Tierra. Siglos después sabíamos que su causa no era médica, sino mágica. Había que acabar con ellos en el futuro y así salvaríamos a los niños en el pasado.
Nos dirigimos en busca del jefe de los colonos insurrectos. La misión era nueva y la emoción ante lo desconocido corría rauda por nuestras venas. Nuestro objetivo estaba claro: acabar con el jefe alienígena que había provocado esos infanticidios.
Esta vez nos desplazamos, en una escuadra de tres, a un planeta que antaño fue amigo y próspero, pero que en ese momento se encontraba abandonado y en ruinas. Los edificios habían sido reducidos a meros amasijos de hierros suspendidos sobre un océano agitado; y convertidos en el escondite perfecto de esos miserables invocadores de demonios.
—Escoged vuestras mejores armas —aconsejé a mis compañeros—, vamos a necesitar todo lo que esté a nuestro alcance para hacerles frente.
—Sí —respondió raudo uno de ellos—, la mejor opción es la munición eléctrica, pues acaba con sus escudos mágicos rápidamente.
Llegamos a un puente metálico que unía nuestra plataforma con aquella donde se hallaban los enemigos. El puente, aunque maltrecho, aún era practicable. Accedimos al interior del bloque a través de una grieta, situada en una pared de brillantes colores, que daba paso a una plaza, rodeada de escaleras, edificios con balcones y jardineras rebosantes todavía de vegetación. Allí se congregaban una multitud de enemigos que protegían la única puerta que se mantenía cerrada con runas. Mientras nuestro androide nos ayudaba en la apertura de esa puerta, nosotros lo defendimos, eliminando a tantos enemigos como nos fue posible. Los caballeros de las hordas contrarias contaban con un escudo mágico que recubría sus cuerpos y los hacía más resistentes a las balas; por suerte, el elemento eléctrico de nuestra munición funcionó de forma eficaz para eliminar esos escudos, tal y como había recomendado mi segundo de a bordo.
Una vez abierta la puerta, accedimos rápidamente al interior, aunque no hallamos tregua en nuestra lucha, pues dos caballeros más flanqueaban a un ogro escupidor de rayos fulminantes. No nos bastó con usar toda nuestra munición pesada, sino que tuvimos que hacer uso también de nuestras granadas de mano, pozos de poder y escudos pantalla para hacerles frente. Cuando acabamos con ellos, no sin lamentar algún incidente, pudimos seguir hasta llegar a la zona donde dos magas estaban protegiendo un orbe de luz. Nuestra prioridad era conseguir ese orbe para acabar con la vida de dos aulladores letales que estaban protegidos por magia oscura. El tercer miembro de mi escuadra, un cazador con la habilidad de acechador nocturno, consiguió ese orbe sin problemas al hacer uso de una granada que lo hacía invisible durante unos segundos; tiempo suficiente para acabar con la vida de esos dos aulladores que nos impedían el paso.
Descendimos por el hueco de un edificio en ruinas hasta llegar a una zona que había sido por completo transformada por los enemigos: grandes cantidades de tierra y residuos de origen desconocido se amontonaban en las esquinas; y entre tanta maleza, unos cristales, del violeta más brillante que había visto jamás, lucían desperdigados aquí y allá.
—¿Qué son esos cristales? —pregunté inquieta.
—Son obra de rituales de magia oscura —respondió mi androide—. Contienen la luz de guardianes sacrificados.
—¡¿Qué?! —exclamé aterrada.
Mis dos compañeros se mantuvieron en silencio, no sin expresar su disgusto a través de sus rostros desencajados.
—Además, usan su luz para bloquear las puertas, así que no hay otro remedio, hay que destruirlos. La orden fue clara: para poder continuar debíamos romper esos cristales que contenían la luz de otros guardianes como nosotros. Eran urnas contenedoras de la esencia que antaño fueran vidas humanas. Decidí no pensar en eso en el momento en que destrocé el primero de esos cristales con ayuda de mi fusil automático. Por el camino tuvimos que destruir muchos más: decenas, tal vez centenares; preferí no contarlos.
Llegamos a un patio abierto con dos zonas a distintos niveles y separadas por una larga escalinata. Otros dos ogros escupidores de rayos nos esperaban, uno en cada zona, con una horda de enemigos que nos dificultaban el avance. Era preciso acabar con todos ellos con paciencia si queríamos acceder al edificio al que nos dirigíamos sin causar baja. En las paredes blancas centelleaban rótulos luminosos que antes servían de carteles publicitarios; ahora su uso se reducía a ser el foco que daba luz a una batalla encarnizada que tenía lugar entre nosotros y los devoradores de almas. Usando toda nuestra munición pesada conseguimos hacerles frente y acceder a nuestro destino: un nuevo edificio. Descendimos por unos pasadizos, hasta el extremo oscuros, solo iluminados por las brillantes cabezas de escoria explosiva que iban emergiendo de las mismas entrañas de la tierra. Tuvimos que matarlos antes de que nos alcanzaran; bastaba que uno de esos explosionara, a modo de kamikaze alienígena, cerca de nosotros y la muerte estaba asegurada.
Finalmente, llegamos a una caverna donde se encontraba el creador de toda aquella magia negra que había causado la muerte de tantos niños: un aullador enorme; el padre de todos los aulladores nos daba la bienvenida girando sin parar y enviándonos sus disparos violetas capaces de evaporarnos de un solo roce. Hasta dos oleadas de enemigos debimos sortear para conseguir que ese aullador recibiera algo de daño por nuestra parte. Y, después de vencer a dos ogros más y a una maga, el maldito engendro, ya casi a punto de sucumbir, se protegió por una aureola en lo alto de una plataforma flanqueada por otras dos magas con escudos. De nuevo, tuvimos que hacer uso de un orbe que, cogido con cautela por uno de nosotros, mientras los demás despistábamos al aullador y a las magas, fue depositado con premura en la base de la plataforma donde se había resguardado el destructor. La explosión del orbe provocó que el aullador bajara muy dañado de esa plataforma y se posicionara en el centro de la gruta, a muy buena distancia para usar nuestras habilidades personales. Primero, fue mi compañero el cazador, que con su arco de vacío, inmovilizó al enemigo; cosa que aproveché para lanzarle mi tormenta eléctrica, que acabó finalmente con él. El aullador se precipitó al suelo destrozado e inerte, junto con sus secuaces, que se desvanecieron evaporados en el mismo momento.
Con su muerte, no solo habíamos liberado la luz de muchos guardianes sacrificados en vano, sino que por fin habíamos eliminado esa lacra llamada cáncer de la Tierra. No pudimos devolver la vida a los niños que la habían perdido, pero con nuestra victoria garantizábamos que ningún otro niño volviera a sufrir cáncer.
Lídia Castro Navàs
Relato basado en el asalto «Savathun» del videojuego Destiny 2.