La huida

El bosque era muy espeso, las copas de los árboles no me permitían ver el cielo. Todo a mi alrededor daba vueltas. Los sonidos de la naturaleza se convirtieron en voces espectrales. Y entonces, llegó la noche y con ella la oscuridad total.

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Foto: Pixabay

Desorientada, sin saber qué peligros me acechaban en la oscuridad, comencé a caminar sin rumbo, con la esperanza de encontrar un lugar donde poder resguardarme. Los sonidos, transformados en una forma inhumana, arañaban mi mente desorientándome aún más, pero un pensamiento sobresalía por encima de todo aquel aquelarre de ruido y desconcierto: SOBREVIVIR

Había perdido la noción del tiempo, que inexorable ceñía la espada de Democles sobre mi temblorosa cabeza. Estaba desorientada y turbada por el incesante quejido de las bestias que acechaban desde la oscuridad. Y entonces la vi: una pequeña y brillante luz, que tímida me indicaba el camino de vuelta… Y, de nuevo, volví a sentir esa agradable sensación que hacía que todos mis miedos se desvanecieran lentamente.

Me dirigí hacia ella, tan rápido como mi cansado cuerpo me permitía. Tan próxima y a la vez tan lejana. Fui golpeándome varias veces en brazos y piernas, enredándome en ramas que parecían colocadas a propósito para que no llegara a la salida de aquella pesadilla. Cerca… ya casi podía notarla, sentirla sobre mí, ya podía apreciar cómo me envolvía con el resplandor de la salvación. Llegué cual corredor, atravesando las pocas ramas que me separaban del final del camino, como si de una cinta puesta en la meta se trataran, pero no me esperaba la gloria ni la fama, ni tan siquiera una salida, más bien todo lo contrario: decepción, frustración, rabia…

La luz, que tan ansiadamente intentaba alcanzar, precedía a un leve sonido que se convirtió en un rugido a medida que me iba acercando a ella. Esa luz no era mi salvadora… ¡Eran los faros del coche de mis captores! Sentí el desfallecer de mis fuerzas y caí sobre mis rodillas, derrotada. Ya no había salida. Me habían encontrado. Pero entonces recordé que solo se rendían los cobardes y, una vez más, recobré el ímpetu.

Si me querían, no sería por las buenas. Ya me había escapado de ellos una vez y podía volver a hacerlo. Deslumbrada por los faros, busqué por el suelo algo con lo que defenderme y por una vez la diosa fortuna quiso concederme una gracia: palpé lo que era una piedra, algo pesada y afilada por un extremo, la agarré con fuerza en mi mano y la mantuve escondida esperando el momento oportuno de usarla.

Mis reflejos corrían más que mis pensamientos, así que, casi sin pensar, me levanté de un salto y me escondí detrás de un tronco ancho y rugoso, justo antes de que el motor del coche dejara de rugir. Posé mi espalda contra el inmenso árbol y sentí cómo la humedad de la noche empezaba a caer. La luna llena se alzaba imponente en el cielo, la pude intuir gracias a que sus rayos traspasaban tímidamente la espesura de los árboles. Al mismo tiempo, noté como mi ropa, ligeramente impregnada en sudor, se me adhería al cuerpo como un imán. No tenía ningún plan concreto para enfrentarme a ellos; estaba improvisando peligrosamente. Y entonces, cuando estaba a punto de iniciar una nueva reacción, me sorprendió oír una voz amiga.

Me sentía traicionada. Ya no podía confiar en nadie. Me percaté de que el miedo me paralizaba por completo. ¿Y ahora qué? Tardé unos pocos minutos, que se me antojaron eternos, en poder reaccionar. Y cuando me disponía a salir corriendo en dirección contraria a las voces que escuchaba a mis espaldas, noté como una mano agarró mi brazo fuertemente y tiró de mí sin que yo nada pudiera hacer. Por un momento creí que era mi final… Pero resultó ser un cazador, que escondido en un arbusto cercano, a la espera de su presa, había presenciado mi huida desesperada. Él me ofreció refugio en su improvisado escondite hasta que las voces y los pasos cesaron y, de nuevo, el rugido del motor del coche inundó el silencio del bosque. Se iban.

Gracias cazador -pensé para mí. Estaba salvada.

Lídia Castro Navàs

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