
«La lechera» de Johannes Vermeer
Mis mañanas eran anodinas: me levantaba al alba, ordeñaba a las cabras, recogía los huevos, iba a la fuente… Realizaba todas las tareas de forma mecánica, mientras de fondo podía escuchar el repique del martillo del herrero. Lo que menos me gustaba era atropar a los cerdos para darles el forraje. Siempre buscaba alguna excusa para no hacerlo. Cuando mi madre volvía de la aceña, con la harina a punto, preparábamos el desayuno.
Ese día, me sentía con ganas de transgredir mi monotonía, así que añadí limón a mi vaso de leche y el brebaje resultó ser… diferente.
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