En la soledad del laboratorio

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Foto: Pixabay (editada)

El ambiente en el laboratorio estaba bastante cargado, como solía ser habitual. El personal que se ocupaba de la limpieza del edificio anexo a la facultad de ciencias tenía vetada la entrada en él, pues las investigaciones eran demasiado importantes para los estudiantes que se jugaban la nota del final de proyecto. Y, además, eran realmente caras, como para arriesgarse a perderlo todo por un descuido desafortunado.

Las partículas de polvo suspendidas en el aire eran fácilmente visibles gracias a los rayos del sol que se colaban por los porticones entreabiertos de las ventanas. Hacía un día espectacular ahí fuera: el sol resplandecía y el canto de las golondrinas acompañaban esa idílica jornada de domingo. Pero yo, como siempre, prefería enfundarme mi bata blanca y encerrarme en aquel espacio solitario para avanzar mi investigación.

Mis compañeras de residencia debían de estar ya en la piscina del campus, disfrutando del calor recién estrenado. Las podía imaginar sin problemas: tumbadas en sus coloridas toallas, luciendo sus minúsculos bikinis, ante la mirada ávida de los estudiantes de primer año. Pero a mí no me atraía formar parte de ese anodino espectáculo. Ya habían intentado, en balde, convencerme de tomarme el día libre y acompañarlas. Pero había declinado hábilmente su invitación, alegando que llevaba un retraso considerable en la investigación y me apremiaba la fecha límite de la beca que me habían concedido.

En realidad, no llevaba ningún retraso, la investigación iba según el calendario previsto, pero es que realmente no me apetecía tener que salir y socializar con los demás miembros de mi especie. Prefería la compañía de los hongos, que crecían a buen ritmo dentro de las translúcidas cajas petri. Mis callados microorganismos apreciaban el silencio y la calma tanto como yo. No siempre podíamos gozar del silencio a causa del ruido exterior, que se colaba por cualquier resquicio.

Para acallar ese ruido intruso, optaba por la música clásica (bien alta). Pero nada de auriculares, ya lo intenté una vez y llevar el cable colgando por encima de la bata no es muy adecuado; una vez, a punto estuve de tumbar dos probetas con él. Así que, prefería escuchar la música directamente del móvil; y, aunque el sonido no era el óptimo, cubría cualquier ruido ajeno.

Mi investigación se basaba en el estudio y análisis de la diversidad micótica de las islas oceánicas. Disponía de seis meses para tal estudio y ya había consumido cinco de ellos. Me dispuse a observar en el microscopio las nuevas muestras, mientras de fondo disfrutaba del Canon en D de Pachelbel, una de mis melodías preferidas.

Sentada en el alto taburete iba apuntando los resultados en mi bloc de notas, sin levantar la vista del visor. Un estruendo a mi espalda me asustó. Solté el bolígrafo y me levanté. A simple vista no podía verse nada fuera de lugar. El sonido había procedido de uno de los armarios refrigerados donde guardaba las muestras. Mee acerqué con recelo y abrí la puerta con cautela.

Estiré de la palanca que accionaba el mecanismo de la puerta y di un respingo hacia atrás al ver que una de las muestras había multiplicado su tamaño y había roto el recipiente de cristal que lo contenía. El crecimiento anormal de ese organismo era algo insólito. Incluso se había adherido a las paredes del armario y parecía que se estaba alimentando del resto de las muestras. ¡Era inaudito! ¿Estaría frente a una nueva especie sin clasificar?

Lídia Castro Navàs

Cual ave Fénix

Y me levanté de entre mis cenizas cual ave Fénix renacida. Y volví a extender mis alas con toda su magnitud, para alzar de nuevo el vuelo por el firmamento.

Solo poner los pies en el suelo, pude sentir como una energía renovada corría por mis venas a gran velocidad, nutriendo cada célula de mi organismo, fortaleciendo y, a la vez, acariciando cada recoveco de mi ser.

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Y con esa sensación tan armoniosa me dispuse a enfrentarme de nuevo a la realidad que me esperaba ahí fuera. No tan agradable como me gustaría y para nada armoniosa, incluso a veces desagradable y desapacible. Pero desde que salí de la academia, con la especialidad en criminología bajo el brazo, me había tocado jugar ese papel de persona resistente a todo y sensible a nada. Aunque así no era, en absoluto, como yo me sentía en realidad. Pero el paso de los años, las heridas infringidas por terceros y las cicatrices obtenidas a posteriori me habían ayudado a construir esa terca coraza que recubría mi verdadera sensibilidad.

Mi infancia no había sido muy corriente. Fui criada por mis tíos maternos, profundamente cristianos. Mi madre murió al darme a luz y mi padre, aún hoy, es un total desconocido para mí. La convivencia con mis nueve primos no fue sencilla. Todos ellos varones y todos ellos con edades diferentes a la mía. Aprendí mucho gracias a sus “bromas”. La lección que me dieron esas malas pasadas fue que no podía confiar en la versión de nadie y que todo el mundo, hasta el más cuidadoso de los mortales, deja un rastro tras de sí. Esa fue una habilidad que desarrollé ya desde muy tierna edad, para poder “resolver” quién me quitaba mis caramelos, escondía mis juguetes o hurgaba entre mis cosas más personales. Hoy en día, puedo enorgullecerme de salir airosa de esa etapa tan crucial de mi vida.

Sabía que la mañana no iba a ser plácida. Muchos casos, aún por resolver, aguardaban apilados encima de mi escritorio en la central. Y seguro que algún suceso nuevo se uniría a ese montón tarde o temprano. Siempre afrontaba de forma estoica todos y cada uno de los retos que la vida me iba colocando en el camino. Pero nunca tenía la certeza de hacer lo correcto en cada uno de los momentos. Esa incertidumbre me recomía por dentro, hasta el punto de venirme abajo. Como me había pasado la noche anterior, a causa de un caso que se nos presentó, bastante complejo y macabro. Y aunque durante la formación me habían preparado para cualquier cosa, creo que nunca llegaré a estar lo suficientemente preparada. Resultó que la víctima, de corta edad, fue hallada en un contenedor de pescado en un muelle del puerto. Maniatada, con el pelo revuelto y una venda que cubría sus ojos. Vestía un camisón de algodón blanco, de esos de manga larga y con bordados. Tenía un aspecto antiguo, de época. Me recordó a uno que había tenido yo de pequeña. Y eso me hizo estremecer. El camisón estaba hecho jirones y el color blanco, solo se intuía debajo de muchas capas de suciedad y algo de barro. Había llovido, como de costumbre, y era evidente que habían arrastrado el cuerpo en un momento u otro.

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La sola imagen del cuerpo sin vida me había causado gran conmoción, pero como siempre mi coraza me había protegido de expresar esas emociones frente al resto del equipo de investigación. La noche había sido larga y dura, siguiendo pistas falsas que no llevaban a ninguna parte y recopilando pruebas escasas con las que acababas topando con una pared. Y como siempre, llegaba derrotada a casa, con la moral por los suelos, frustrada y sin un ápice de energía en el cuerpo. El hecho de soportar el peso de mi coraza no era gratuito. Ello me costaba la pérdida de parte de mi luz interior. Y sabía que no podía permitirme eso. Las víctimas necesitaban mi luz para rescatarlas de la oscuridad.

Por suerte, durante el descanso, entre el sueño y la vigilia, conseguía recobrar todo el ímpetu perdido y resurgir de mis propias cenizas, cual ave Fénix.

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Lídia Castro Navàs