Los quejidos de las chicharras resuenan en mis oídos como martillos pneumáticos sobre el asfalto y se van mezclando con las notas suaves de la música que sale de mi dispositivo soñoliento.
La abrasante tarde avanza lenta y desidiosa al compás de un metrónomo invisible, mientras un aire sofocante hace que la toalla tendida se agite en una especie de baile desenfrenado, como queriendo escapar de las redes de las pinzas de madera, que no ceden ante nada.
La azulada agua reposa impasible a la espera de que algún pájaro o insecto volador se le acerque y bese su lisa superficie.
Las moscas, mientras tanto, continúan incansables con su misión de hacer que mis piernas no paren quietas ni un instante… ¡qué calor tan delirante!
Pero el final del día ya se aproxima, momento en que el cielo se teñirá de añil dando un descanso a las molestas cigarras a la vez que a mis pobres sentidos.