Un resquicio de luz todavía viva se colaba por la ventana mientras ella observaba la nada, con la mirada perdida, como si su cuerpo hubiera quedado abandonado por un momento; como si su mente hubiera huido, a escondidas, muy lejos de allí.
El hecho de poner en orden todos sus pensamientos, sentimientos, emociones… era muy necesario, pero no siempre era hábil para meditar de forma consciente. Terminaba por desistir y volver a la rutina, pensando: «Al menos lo he intentado» y dejando en una frágil cajita de cristal todos los conflictos sin resolver y todas aquellas cosas que le causaban tanto malestar.
Lo único que calmaba su alma inquieta y apaciguaba los insistentes latidos de su corazón, era la compañía de su propia soledad y el hecho de perderse dentro (o fuera) de sí misma.
No siempre conseguía acallar los incesantes pensamientos, que incansables daban vueltas en su cabeza, ni alcanzaba dominar sus ansias de gritar y sollozar hasta desgarrarse la garganta… pero, la mayoría de las ocasiones, lograba mantener todo eso a buen recaudo en su cajita.
No era consciente de que se había convertido en la Pandora de sus propios males y era totalmente ajena a las consecuencias que eso le podía ocasionar tarde o temprano.
Mientras un mar de emociones se agolpaban en un reducido espacio de cristal, ella seguía su vida, a la espera que, como si de vapor de agua se tratase, aquella cajita quedara vacía y preparada para contener más de aquello que tanto la flagelaba por dentro.
Lídia Castro Navàs