Cuaderno de bitácora perdido

Diario de abordo:

Día 127 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.

El sistema de navegación de mi velero ya no emite señal alguna desde la descomunal tormenta que aconteció hace unas cuantas lunas. He perdido la cuenta del tiempo que llevo navegando sin rumbo, a la deriva.

Agradezco a lo más sagrado haber sobrevivido esa fatídica noche. Lo único que anhelé, en el momento en que luchaba contra la naturaleza en su estado más salvaje, no era ninguna de mis posesiones materiales, sino que me vi sorprendida al recordar la agradable sensación de mis pies calientes (y secos) bien enfundados en unos calcetines de lana, observando cómo el fuego del hogar se consumía lentamente, mientras una buena taza de té calentaba mis manos. ¡Ay, mis pobres manos! Un terrible escalofrío me ha recorrido la espalda al pensar en ellas. Acabaron desgarradas a causa de la fuerza usada para amarrar los cabos sueltos. Las necesité para aferrarme con firmeza a cualquier superficie disponible y evitar caer por la borda.

La comodidad de la cabina, antes tan acogedora y recogida, se había esfumado dejando paso a un remolino de cosas tiradas por doquier. Mis libros están desperdigados por el suelo, algunos incluso han perdido sus hojas y otros se han convertido en acordeones de papel a causa del agua. Muchos enseres están mojados, rotos o simplemente han desaparecido. Entre ellos, mi preciada cámara de fotos, que flota plácidamente en un rincón encharcado.

Mis ojos habían visto muchos paisajes a través del objetivo de la Nikon a lo largo de este viaje iniciático. No sabría decidir cuál de ellos formaría parte de un hipotético titular. Sería una ardua tarea tener que escoger solo uno. Aunque no tengo la certeza de poder salvar ninguna de las imágenes tomadas, pues acabó también remojada, como todo lo demás.

La escasez de alimento, el exceso de sol, la falta de sueño y la ausencia de contacto humano empiezan a perturbar mis exhaustos sentidos. No sé si podré resistir mucho más tiempo. Me encuentro sumida en un pesar que deja mi pecho herido con cada inspiración.

Aún no he encontrado lo que había venido a buscar, pero tengo la sensación de estar más cerca que nunca. ¿Será cierto que, sea lo que sea, está al alcance de mi mano o es mi perdida razón la que me hace creerlo?

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Diario de abordo:

Día 128 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.

Después de la tormenta viene la calma

Y es verdad. Algo que me sobra ahora mismo es calma. Demasiada calma me rodea.

Estoy tumbada boca arriba en la cubierta de lo que queda de mi velero, mirando hacia el cielo inmensamente azul y me siento derrotada. La naturaleza me ha arrebatado todo lo que me permitía seguir el viaje y ahora estoy perdida, dejándome llevar por las corrientes marítimas con rumbo hacia lo desconocido.

La nada me acompaña en esta fase del recorrido y no tengo fuerzas ni para imaginar cuál va a ser mi siguiente paso.

Solo me queda pensar, devanarme los sesos hasta que me ahogue en ellos. Mis pensamientos parecen ser lo único de mí que no está exhausto. No paro de reflexionar sobre el sentido de todo esto. Ni siquiera recuerdo ya el objetivo de esta travesía. Creo que vine en busca de algo, pero ni yo misma sé de qué se trata. Y, justo en este preciso instante, me doy cuenta de que en estos días he superado mis más temibles miedos: la soledad, la oscuridad, la falta de cariño, el silencio. Pero no estoy segura de que fuera eso lo que buscaba.

De repente, un sonido inusual interrumpe mis más profundos pensamientos, rompiendo, a la vez, el monótono murmullo que emite mi barco flotando en el agua. Es una especie de graznido que me resulta muy familiar, demasiado familiar. ¡Es una gaviota!

Ese sonido estridente, llegando incluso a ser molesto, me ha alegrado de forma desmesurada. ¡Si hay una gaviota, hay tierra cerca!

Me incorporo lo más rápido que mi fatigado cuerpo me permite. Con el ceño fruncido, intentando agudizar mis sentidos, vislumbro unas rocas y, a lo lejos, lo que parece una pequeña isla. Esa isla es mi salvación. Mis labios, resecos y agrietados por la salinidad del ambiente, esbozan una tímida sonrisa. Aún hay esperanza.

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Diario de abordo:

Día 129 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.

Con el corazón en un puño e intentando ayudar a mi descompuesto barco a virar con la ayuda de un improvisado remo, me dirijo hacia la misteriosa isla.

¿Qué me deparará el destino? Los latidos de mi corazón fatigado cada vez son más fuertes a medida que voy acercándome a ese deseado e improvisado puerto.

La baja marea provoca que mi velero quede encallado a unas cuantas millas de la orilla. La poca energía que tengo no me permite ni siquiera gritar de frustración cuando eso ocurre. No puedo desperdiciarla (la energía), pues la necesito para nadar hasta la isla. Cojo el trozo de mástil partido, con el que me he ayudado a remar, y lo uso a modo de soporte flotante.

El agua se me antoja más cálida, supongo que debido a que hay poca profundidad, y el tacto de la arena bajo mis pies cansados es como un suave masaje reparador. El hecho de pisar tierra firme me supone un alivio enorme después de tantos días sobreviviendo a flote y tengo la falsa sensación de volver a controlar la situación. Una situación que se me había escapado por completo de las manos, hacía solo 48 horas atrás mi vida estuvo en manos del mismísimo Poseidón.

En cuanto llego a la orilla, después de mucho esfuerzo y sacrificio, casi sin respiración y arrastrando los pies por la arena blanquecina, me derrumbo sobre mis rodillas y dejo caer los brazos a mis costados, como si su peso fuera demasiado para poder soportarlos en alto. No puedo evitar que la emoción me invada y mis ojos se llenen de lágrimas. Lágrimas un tanto amargas, por no conocer qué pasará a continuación, pero también de alegría, ya que sabía que mi salvación ahora era una posibilidad y no un sueño.

Abandono el remo en la playa y me adentro en la espesura de palmeras, arbustos leñosos y otras especies florales como hortensias, camelias y orquídeas profusamente coloridas. Todo a mi alrededor me transmite una sensación de estabilidad, cierro los ojos, inspiro profundamente y una fragancia fresca y muy agradable llena mis pulmones. Y entonces escucho un rumor, entre la multitud de sonidos procedentes de los “habitantes” del lugar. Estoy segura de que hay cerca una fuente natural de agua. Voy avanzando, haciéndome paso con ayuda de mis mutiladas manos y con cuidado de no pisar en falso. Me gusta haber recuperado el equilibrio y no quiero perderlo. El rumor se hace cada vez más audible. Nunca hubiera imaginado lo que me aguarda detrás de las increíblemente grandes hojas de un arbusto verdoso. Un pequeño salto de agua se puede vislumbrar a media distancia, rodeada de más vegetación. ¡Agua dulce! Estoy salvada (al menos, de momento).

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Diario de abordo:

Día 130 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.

Sosteniendo la respiración, como si el salto de agua fuera a desvanecerse con una de mis exhalaciones, continúo mi camino directa hacia la cascada. Cerca de la orilla, no puedo contener las ganas de saciar mi sed y sin pensarlo dos veces, me abalanzo hacia el agua como alma que lleva el diablo. Con las rodillas y las manos sobre el terreno lodoso, hundo mi cara en el refrescante elixir y siento cómo mi boca se llena del preciado líquido, con alguna que otra impureza, pero eso no me importa. Mi cuerpo, al límite de la deshidratación, agradece hasta el extremo cada maravilloso trago.

Y vuelvo a elevar el tronco, con la cabeza hacia atrás, alzándola hacia el cielo y creo renacer. Una agradable sensación de gratitud me llena por completo. Abro los ojos y mientras observo cómo el azul cielo se cuela entre la espesa y salvaje vegetación, creo percibir algo que me acecha desde un arbusto cercano. No soy capaz de mover ni un solo músculo, cuando, de repente, un golpe en la cabeza me hace desvanecer. Solo llego a sentir mi cálida sangre chorreando por la nuca hasta alcanzar mi espalda; y frío, mucho frío. Mis ojos, todavía entreabiertos, solo distinguen sombras borrosas, como si todo estuviera rodeado por una espesa bruma recién aparecida.

Y, casi sin querer, expiro mi último aliento de vida. Una vida que se me escapa sin remedio. A la vez que un montón de imágenes pasan por mi mente a modo de diapositivas: mi feliz infancia, mi rebelde adolescencia, los retos de mi edad adulta… Los juegos, las risas, las lágrimas y esas emociones vividas. Todo llega irremediable a su fin. Un fin poco habitual, un fin inaudito, un fin que nunca hubiera podido predecir. Pero así es la vida, impredecible.

Lídia Castro Navàs