Vivir al lado del mar es un privilegio conocido solo por unos pocos. Me encanta estar ahí todo el día: tumbada en la arena, disfrutando de los rayos del sol, concentrarme en el vaivén del agua, escuchar ese rumor que me hace adormecer, notar la caricia de la arena sobre mí… Lo que peor llevo son los pies; sobre todo esos con callos, durezas o uñas largas. Me arañan al pasar y me entra un repelús… ¡Y es que ser pasarela de playa tiene sus inconvenientes!
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El barco pesquero
Un pequeño barco pesquero navega en alta mar. Su casco blanco destaca sobre la superficie calmada del océano. Los rayos del sol van a ras del agua, cosa que indica que está empezando un nuevo día. En la cubierta faenan dos de sus tripulantes. Llevan monos de tirantes con el torso descubierto. Están fuertes y muy morenos. Uno de ellos tiene los brazos en tensión a causa del esfuerzo que está realizando al tirar de un cabo. Al fondo, el color del cielo se funde con el del agua, haciendo desaparecer el horizonte. Y mientras yo sigo aquí «amarrada» en el puerto, a la espera de su llegada. ¿Dónde estará? La incertidumbre me derrota…

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Polperro
Calles estrechas y empedradas. Viviendas de madera y piedra con zaguán delantero decorado con plantas, llenando las laderas del escarpado terreno que se abre al mar. Redes, boyas y barcas varadas allí donde mires… Este es Polperro, un pueblecito pesquero del suroeste de Inglaterra.

Foto: @lidiacastro79
El día que lo visité el ambiente estaba cargado de humedad y una misteriosa niebla dificultaba la visión, a la vez que te calaba hasta los huesos. Para ser mediados de julio y las dos de la tarde, soplaba una suave y fría brisa que me dejó tiritando.

Foto: @lidiacastro79
Lo que más me atrajo del sitio fue el enigma que se escondía detrás de cada piedra, en cada rincón. Como si las paredes guardasen un antiguo secreto jamás desvelado. ¡Quedé prendada!

Foto: @lidiacastro79
(Y eso que iba con treinta adolescentes con ganas de divertirse a los que no se les ocurrió otra cosa que ascender a una de las abruptas cimas que precipitaba en un acantilado sin protecciones. ¡¿No podían simplemente echarse selfies o buscar pokémons y dejar lo de las montañas para Kilian Jornet?!)
@lidiacastro79

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Como a una igual

Tuve la mala suerte de nacer mujer en una época no muy amable para las personas de mi sexo. La que me dio a luz era tendera de día y prostituta de noche. Mi llegada a este mundo oscuro fue más una carga que una bendición y eso condicionó toda mi infancia. Los primeros recuerdos que tengo son del suelo embarrado y húmedo de la plaza donde mi madre vendía hortalizas. Piernas y pies, algunos con zapatos, otros sin. Ropas desgarradas, bajos sucios… Eso era lo único que mi vista alcanzaba a ver, desde el suelo donde me pasaba horas sentada.
Mientras fui pequeña aprendí rápido a sobrevivir en la sociedad hostil en la que me tocó vivir. Mi madre repetía constantemente: “¡los hombres tienen la vida más fácil y los que mejor viven son los marineros!”. Esas palabras se convirtieron en un mantra para mí. Llegué anhelar haber nacido chico y me odiaba a mí misma por el sexo con el que la naturaleza me había dotado.
Una madrugada de finales de invierno, cuando yo contaba con 8 años, mi madre no volvió de su ronda nocturna por el puerto en busca de clientes. La encontraron muerta entre las redes de los pescadores, con restos de pescado putrefactos enganchados en el pelo.
Fue entonces cuando supe que tendría que buscarme la vida para no correr con la misma suerte que ella. Y en ese momento decidí hacerme pasar por un chico y enrolarme en un barco. Mi cuerpo escuálido, mis facciones rudas y mis formas rectas, me facilitaron la tarea. Más adelante ya pensaría en cómo iba a disimular los cambios físicos evidentes de la edad.
En el puerto siempre había patrones de barco buscando jóvenes a quien enseñar el oficio y me fue fácil acceder a uno. La vida en alta mar era más dura de lo que había imaginado pero no me faltaban comida y cobijo. El barco donde trabajaba limpiando la cubierta, cubría una de las rutas más transitadas y a la vez más peligrosas del momento. Trajinábamos mercancías provenientes de oriente, tales como: especias, sedas, perfumes… Y lo descargábamos en los principales y más importantes puertos del viejo mundo.
La peligrosidad de tal tarea residía en que los piratas estaban siempre al acecho. Y fue en uno de esos intentos de abordaje para conseguir botín, que acabé capturada. Al principio creí que sería vendida, al mejor postor, en algún mercado de esclavos. Pero resultó que mi condición física, pequeña y flexible, les era útil en los abordajes. Mientras ellos se encargaban de la faena bruta, yo pasaba desapercibida y podía colarme allí donde se guardaban los cofres con las monedas de oro. Pronto desarrollé una gran habilidad para abrir candados y cerraduras. Eso me convirtió en un elemento imprescindible en mi nueva tripulación.
Mi vida entre esos piratas se convirtió en lo más parecido a tener una familia.
Pasaron los años y las vendas que oprimían mi busto ya no disimulaban mi pecho desarrollado. Las camisas de algodón sin botones que usaba, eran más holgadas para esconder mis curvas. Aunque cada vez me resultaba más difícil hacerme pasar por macho. Hasta que un fatídico día, en que una resaca de ron me dejó semiinconsciente durante buena parte de la mañana, y descuidé mis tareas habituales, el capitán me hizo llamar cuando aún estaba vistiéndome. Fue uno de mis compañeros de tripulación, con quien compartía edad y risas, quien me halló sin camisa mientras me apretaba las vendas del pecho.
La expresión de su cara era una mezcla de asombro y terror a partes iguales. Por un instante, me quedé inmóvil y muda. Acto seguido intenté pedirle que me guardara el secreto, pero no hizo falta. Relajó el rostro, bajó la mirada y me hizo un gesto con la mano para indicar que podía estar tranquila, al tiempo que abandonaba la estancia.
Cuando subí, toda la tripulación estaba reunida en la cubierta. El capitán, de pie tras el timón, mantenía un posado serio. Mi cuerpo se estremeció al sentir todas las miradas puestas en mí. Pero cuando el capitán empezó a hablar, todos mis miedos se desvanecieron. Hacía tiempo que mi secreto ya no era tal, todos conocían mi condición desde el día en que me raptaron. Pero mi entrega y predisposición enternecieron sus negros corazones y decidieron hacer la vista gorda. El capitán reconoció, que tarde o temprano tendría que hacer frente a esa situación y tomar decisiones duras. En un principio pensó en usar mis habilidades y después abandonarme a mi suerte. Pero llegado el momento, había cambiado de opinión. Me había convertido en “uno” más y ya no imaginaban el barco sin mi presencia. Por eso, dado que se había descubierto por fin el secreto, se habían reunido todos para decirme, que no tendría que fingir nunca más. Ellos me aceptaban tal y como era y se habían comprometido a seguir tratándome como el primer día, como a una igual.
Lídia Castro Navàs
Cuaderno de bitácora perdido

Diario de abordo:
Día 127 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.
El sistema de navegación de mi velero ya no emite señal alguna desde la descomunal tormenta que aconteció hace unas cuantas lunas. He perdido la cuenta del tiempo que llevo navegando sin rumbo, a la deriva.
Agradezco a lo más sagrado haber sobrevivido esa fatídica noche. Lo único que anhelé, en el momento en que luchaba contra la naturaleza en su estado más salvaje, no era ninguna de mis posesiones materiales, sino que me vi sorprendida al recordar la agradable sensación de mis pies calientes (y secos) bien enfundados en unos calcetines de lana, observando cómo el fuego del hogar se consumía lentamente, mientras una buena taza de té calentaba mis manos. ¡Ay, mis pobres manos! Un terrible escalofrío me ha recorrido la espalda al pensar en ellas. Acabaron desgarradas a causa de la fuerza usada para amarrar los cabos sueltos. Las necesité para aferrarme con firmeza a cualquier superficie disponible y evitar caer por la borda.
La comodidad de la cabina, antes tan acogedora y recogida, se había esfumado dejando paso a un remolino de cosas tiradas por doquier. Mis libros están desperdigados por el suelo, algunos incluso han perdido sus hojas y otros se han convertido en acordeones de papel a causa del agua. Muchos enseres están mojados, rotos o simplemente han desaparecido. Entre ellos, mi preciada cámara de fotos, que flota plácidamente en un rincón encharcado.
Mis ojos habían visto muchos paisajes a través del objetivo de la Nikon a lo largo de este viaje iniciático. No sabría decidir cuál de ellos formaría parte de un hipotético titular. Sería una ardua tarea tener que escoger solo uno. Aunque no tengo la certeza de poder salvar ninguna de las imágenes tomadas, pues acabó también remojada, como todo lo demás.
La escasez de alimento, el exceso de sol, la falta de sueño y la ausencia de contacto humano empiezan a perturbar mis exhaustos sentidos. No sé si podré resistir mucho más tiempo. Me encuentro sumida en un pesar que deja mi pecho herido con cada inspiración.
Aún no he encontrado lo que había venido a buscar, pero tengo la sensación de estar más cerca que nunca. ¿Será cierto que, sea lo que sea, está al alcance de mi mano o es mi perdida razón la que me hace creerlo?
***
Diario de abordo:
Día 128 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.
“Después de la tormenta viene la calma”
Y es verdad. Algo que me sobra ahora mismo es calma. Demasiada calma me rodea.
Estoy tumbada boca arriba en la cubierta de lo que queda de mi velero, mirando hacia el cielo inmensamente azul y me siento derrotada. La naturaleza me ha arrebatado todo lo que me permitía seguir el viaje y ahora estoy perdida, dejándome llevar por las corrientes marítimas con rumbo hacia lo desconocido.
La nada me acompaña en esta fase del recorrido y no tengo fuerzas ni para imaginar cuál va a ser mi siguiente paso.
Solo me queda pensar, devanarme los sesos hasta que me ahogue en ellos. Mis pensamientos parecen ser lo único de mí que no está exhausto. No paro de reflexionar sobre el sentido de todo esto. Ni siquiera recuerdo ya el objetivo de esta travesía. Creo que vine en busca de algo, pero ni yo misma sé de qué se trata. Y, justo en este preciso instante, me doy cuenta de que en estos días he superado mis más temibles miedos: la soledad, la oscuridad, la falta de cariño, el silencio. Pero no estoy segura de que fuera eso lo que buscaba.
De repente, un sonido inusual interrumpe mis más profundos pensamientos, rompiendo, a la vez, el monótono murmullo que emite mi barco flotando en el agua. Es una especie de graznido que me resulta muy familiar, demasiado familiar. ¡Es una gaviota!
Ese sonido estridente, llegando incluso a ser molesto, me ha alegrado de forma desmesurada. ¡Si hay una gaviota, hay tierra cerca!
Me incorporo lo más rápido que mi fatigado cuerpo me permite. Con el ceño fruncido, intentando agudizar mis sentidos, vislumbro unas rocas y, a lo lejos, lo que parece una pequeña isla. Esa isla es mi salvación. Mis labios, resecos y agrietados por la salinidad del ambiente, esbozan una tímida sonrisa. Aún hay esperanza.
***
Diario de abordo:
Día 129 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.
Con el corazón en un puño e intentando ayudar a mi descompuesto barco a virar con la ayuda de un improvisado remo, me dirijo hacia la misteriosa isla.
¿Qué me deparará el destino? Los latidos de mi corazón fatigado cada vez son más fuertes a medida que voy acercándome a ese deseado e improvisado puerto.
La baja marea provoca que mi velero quede encallado a unas cuantas millas de la orilla. La poca energía que tengo no me permite ni siquiera gritar de frustración cuando eso ocurre. No puedo desperdiciarla (la energía), pues la necesito para nadar hasta la isla. Cojo el trozo de mástil partido, con el que me he ayudado a remar, y lo uso a modo de soporte flotante.
El agua se me antoja más cálida, supongo que debido a que hay poca profundidad, y el tacto de la arena bajo mis pies cansados es como un suave masaje reparador. El hecho de pisar tierra firme me supone un alivio enorme después de tantos días sobreviviendo a flote y tengo la falsa sensación de volver a controlar la situación. Una situación que se me había escapado por completo de las manos, hacía solo 48 horas atrás mi vida estuvo en manos del mismísimo Poseidón.
En cuanto llego a la orilla, después de mucho esfuerzo y sacrificio, casi sin respiración y arrastrando los pies por la arena blanquecina, me derrumbo sobre mis rodillas y dejo caer los brazos a mis costados, como si su peso fuera demasiado para poder soportarlos en alto. No puedo evitar que la emoción me invada y mis ojos se llenen de lágrimas. Lágrimas un tanto amargas, por no conocer qué pasará a continuación, pero también de alegría, ya que sabía que mi salvación ahora era una posibilidad y no un sueño.
Abandono el remo en la playa y me adentro en la espesura de palmeras, arbustos leñosos y otras especies florales como hortensias, camelias y orquídeas profusamente coloridas. Todo a mi alrededor me transmite una sensación de estabilidad, cierro los ojos, inspiro profundamente y una fragancia fresca y muy agradable llena mis pulmones. Y entonces escucho un rumor, entre la multitud de sonidos procedentes de los “habitantes” del lugar. Estoy segura de que hay cerca una fuente natural de agua. Voy avanzando, haciéndome paso con ayuda de mis mutiladas manos y con cuidado de no pisar en falso. Me gusta haber recuperado el equilibrio y no quiero perderlo. El rumor se hace cada vez más audible. Nunca hubiera imaginado lo que me aguarda detrás de las increíblemente grandes hojas de un arbusto verdoso. Un pequeño salto de agua se puede vislumbrar a media distancia, rodeada de más vegetación. ¡Agua dulce! Estoy salvada (al menos, de momento).
***
Diario de abordo:
Día 130 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.
Sosteniendo la respiración, como si el salto de agua fuera a desvanecerse con una de mis exhalaciones, continúo mi camino directa hacia la cascada. Cerca de la orilla, no puedo contener las ganas de saciar mi sed y sin pensarlo dos veces, me abalanzo hacia el agua como alma que lleva el diablo. Con las rodillas y las manos sobre el terreno lodoso, hundo mi cara en el refrescante elixir y siento cómo mi boca se llena del preciado líquido, con alguna que otra impureza, pero eso no me importa. Mi cuerpo, al límite de la deshidratación, agradece hasta el extremo cada maravilloso trago.
Y vuelvo a elevar el tronco, con la cabeza hacia atrás, alzándola hacia el cielo y creo renacer. Una agradable sensación de gratitud me llena por completo. Abro los ojos y mientras observo cómo el azul cielo se cuela entre la espesa y salvaje vegetación, creo percibir algo que me acecha desde un arbusto cercano. No soy capaz de mover ni un solo músculo, cuando, de repente, un golpe en la cabeza me hace desvanecer. Solo llego a sentir mi cálida sangre chorreando por la nuca hasta alcanzar mi espalda; y frío, mucho frío. Mis ojos, todavía entreabiertos, solo distinguen sombras borrosas, como si todo estuviera rodeado por una espesa bruma recién aparecida.
Y, casi sin querer, expiro mi último aliento de vida. Una vida que se me escapa sin remedio. A la vez que un montón de imágenes pasan por mi mente a modo de diapositivas: mi feliz infancia, mi rebelde adolescencia, los retos de mi edad adulta… Los juegos, las risas, las lágrimas y esas emociones vividas. Todo llega irremediable a su fin. Un fin poco habitual, un fin inaudito, un fin que nunca hubiera podido predecir. Pero así es la vida, impredecible.
Lídia Castro Navàs