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Salí a la calle. Era un sábado por la mañana y lucía el sol, pero muchas sirenas sonaban al unísono. ¿Será un accidente?, me pregunté. No estaba segura.
Me dirigí al mercado. De repente, la voz de una mujer llegó a mis oídos:
—¡Se me escapa la vida, se me escapa la vida! —gritaba angustiada.
Pude captar su inquietud y la hice mía. Una profunda tristeza me embargó hasta provocarme el llanto; un llanto que intenté disimular con mis gafas de sol. Aceleré el paso con la respiración entrecortada y me alejé de allí. Estaba lleno de gente que se acercaba curiosa a mirar, violando la intimidad de un momento crítico. ¿Cómo podían estar ahí impasibles? No lo entendía…
Una mujer murió en la calle esa mañana. Ya estaba muerta cuando los sanitarios llegaron; ya estaba muerta cuando yo salí de mi casa.
Aún no me acostumbro a que los espíritus me hablen.