El triste y grisáceo cielo llora lágrimas amargas, y yo me siento a contemplar cómo acontece ese desdén a través de mi solitaria ventana.
Las lágrimas del tiempo se derraman encima de la áspera tierra y son absorbidas ávidamente, como si fueran el único elixir de la vida existente.
Las hormigas líquidas recorren el cristal, incesantes; su movimiento, casi hipnótico, me abstraen de mis monotemáticos pensamientos, sin oponer resistencia alguna. Como si el tiempo se detuviera por un instante, y yo me perdiera en la inmensidad del espacio imperturbable.
Y, por un instante, me siento en paz, en calma; esa calma tan necesaria para continuar la lucha, para seguir con los brazos en alto, dientes apretados y piernas tensionadas.
Un penetrante pinchazo, que me traspasa el cráneo, me arranca de la abstracción y me recuerda que está durando demasiado mi desconexión. Tengo que volver a posar los pies sobre el suelo, el suelo de la realidad, a veces luminosa y esplendorosa, y otras tan acerba.
¡Es hora de continuar lidiando!
Lídia Castro Navàs