
Pixabay
Llegar a ser uno de los mejores samuráis, no fue una tarea fácil: mi vida, basada en la bushido, se caracterizaba por la rectitud, el valor, el honor, el respeto… La lealtad a mi señor era mi única bandera; no le temía a nada, ni siquiera a la muerte. Hasta que un día me encontré cara a cara con ella. El enemigo me tendió una emboscada y solo me quedaba una salida si no quería caer prisionero: el seppuku, el suicidio ritual.
Toda una vida preparándome para ese momento, pero, días antes, había perdido el tanto, el cuchillo para llevar a cabo el seppuku. Un anciano me regaló entonces una daga muy especial, con mango de jade donde había grabado un precioso corcel. No me parecía bien hacer el ritual sin el arma oficial, pero en el momento crucial empuñé esa daga y, aunque extraña y poco usual, no pude hacer más que usarla. No recuerdo el dolor ni la sangre… pero sí recuerdo la oscuridad que me tragó y de la que salí fortalecido. Mi suicidio no me provocó la muerte, sino un nuevo renacer: ahora soy la montura de un guerrero y su más fiel compañero.
Esta es mi participación para el reto de marzo de «Lo ves es lo que lees» del blog de Jessica Galera Andreu.