Tenía todo mi cuerpo en tensión: la mandíbula apretada, la sangre circulando rauda por mis venas inflamadas, las pupilas dilatadas y el sudor empapando mi camiseta de fibra sobre la que descansaba una cota de malla extremadamente ligera.
Mi mano derecha apretaba con fuerza la empuñadura de la espada eléctrica, que chisporroteaba lista para sesgar la vida de aquel que intentara atentar contra la mía.
El portal que se hallaba ante mí daba acceso a una fortaleza. Una vez dentro, la oscuridad total me engulló, pero, incluso sin ver nada, era capaz de sentir el mal que habitaba entre sus macizos muros.
Estaba dispuesta a hacerle frente y acabar con él de una vez por todas. Nunca me había sentido tan preparada.
Una estrella fugaz atravesó mi cielo dejando una brillante estela a su paso. Cerré los ojos con fuerza y pedí un deseo. El solo recuerdo de su intensidad todavía ilumina mis días más oscuros. Entonces, esperando mi deseo, me di cuenta de que ya se había cumplido. Esbocé una sonrisa: esa luz estaría siempre conmigo.
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Ante mí se abría un vertiginoso abismo. El aire olía a azufre y mi rostro empezó a arder en el momento en que me incliné para mirar hacia abajo. Mis pies temblorosos se encontraban peligrosamente cerca del filo. Y una sensación de ingravidez me sobrevino súbitamente.
Había llegado hasta allí, con mis errantes pasos, siguiendo una brillante luz. Atraída por su intensidad. Pero esa luz se había desvanecido.
Entonces una lágrima se hizo paso a través de mi mejilla y allanó el camino al resto, que venían tras ella, pues acababa de comprender que tal luz no existía, había sido solo una ilusión, un anhelo creado por mi volátil imaginación, mi ingenuo corazón y mi alma recién recompuesta.
Y, de repente, una niebla espesa lo empezó a cubrir todo. Hasta que ya nada podía verse más allá. El silencio acompañaba a ese fenómeno y solo era interrumpido por algún solitario pájaro migratorio en su largo camino hacia el sur. Estaba rodeada de una inmensa nada.
Y en ese instante me percaté de la vulnerable situación en la que en realidad me encontraba. La ropa ya no envolvía mi cuerpo y llevaba los brazos en posición de ofrenda. En una mano sostenía mi corazón latente y sangrante. En la otra, mi esencia, mi luz.
¿Dónde estaba mi coraza? ¿Esa coraza que solía llevar y me protegía? No recordaba el momento en que había decidido quitármela y quedar expuesta. Había sido un grave error, sin duda.
Eché un trago de mi amarga saliva y di un paso atrás, tambaleándome, insegura, intentando no caer. Pero caí. No era la primera vez. Ya había caído antes. Desde el suelo la perspectiva de las cosas cambia. Eso me ayudó a levantarme de nuevo, aunque el escozor de las heridas que cubrían mi cuerpo desnudo, me recordaban la caída. Y me la recordarían por un tiempo porque lo que toca el alma, cuesta de olvidar.
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En el transcurso del último año había perdido mi trabajo, que aunque fatigoso e insustancial, me ayudaba a pagar las facturas y a costearme mi dependencia al litio (cosa que me hacía más llevadera mi insignificante existencia). Hacía ya dos meses que no pagaba el alquiler de mi lúgubre apartamento y el casero me había advertido, no de forma muy civilizada, que un solo impago más y me quedaría en la calle. Así que había empezado a empaquetar mis pocas pertenencias en cajas de cartón, a la espera de ese fatídico día que no tardaría mucho en llegar.
Mi padre, el único familiar con quien tenía contacto, había fallecido hacía un par de semanas a causa de una cirrosis crónica, que había acabado con él lenta y dolorosamente. No pudiendo costear el valor del entierro y demás, dada mi insolvencia, los servicios del hospital se habían hecho cargo de todo, pero no del modo que a mi me hubiera gustado. Solo me dejaron despedirme, mientras él reposaba en una camilla, cubierto hasta el cuello por una sábana azul, en un cuarto oscuro y frío. Había aceptado donar su cuerpo a la ciencia, a cambio de los gastos generados en su larga estancia allí. “Triste final”-pensé mientras firmaba los documentos. Su cara grisácea y arrugada, con un toque de rictus, me había hecho erizar todos los vellos del cuerpo, desde los pies hasta llegar a la nuca. Fue atroz quedarme con ese último recuerdo de mi padre. Aunque los recuerdos que tenía de cuando vivía tampoco eran muy alentadores: Ausente la mayor parte del tiempo durante mi infancia, había reaparecido cuando yo contaba con 9 años, borracho y enganchado a las tragaperras. Se dedicó a amargar la vida de mi madre y a sacarle todo el dinero que pudo, hasta que, poco después de su vuelta, ella decidió acabar con todo suicidándose en la bañera, mientras yo me encontraba en la habitación de al lado. Terrible trauma, el que me tocó vivir a tierna edad. Fue entonces cuando empecé a tomar litio y aún seguía conmigo, era lo más cercano a una relación duradera que había tenido nunca. Puesto que, aparte de algún escarceo que otro cuando era más joven, no podía hablar de ninguna relación seria en mi palmarés.
Justo ayer, cuando ya creía que no podía “perder” nada más, eché de menos a Lucas. Un gato negro callejero al que acogí cuando solo era un cachorro y que aparecía una vez al día remoloneando por mi ventana en busca de refugio y comida. Hacía ya dos días que no recordaba haberlo visto… “¡Hasta mi gato me ha abandonado!” -pensé amargamente.
No pude evitar sentirme como un mísero despojo humano. Entonces cogí mi diario. Era más bien una libreta vieja multiusos, donde apuntaba la lista de la compra y también algunos pensamientos, cosa que me había recomendado mi psicólogo hacía ya algún tiempo atrás. Aunque no había escrito en él desde hacía años, tuve la necesidad de poner por escrito lo que sentía en esos momentos… Empecé a escribir y no pude evitar darme cuenta que lo que escribía era como una despedida… Sí, sería mi nota de suicidio “¿Por qué no?”-pensé. No me quedaba nada por lo que luchar, así que…
Cuando terminé la nota (corta y no muy agradable), cogí una de mis maquinillas de afeitar desechables y la desmonté con la intención de hacerme con una de las cuchillas. Con la fría hoja entre los dedos temblorosos, situé el filo cortante sobre mi piel, justo en la parte en que la mano se une al brazo. Llevé la cabeza hacia atrás, cerré los ojos (no quería ver la sangre) e inspiré hondo por última vez, al tiempo que presioné con toda la fuerza que pude contra mi muñeca… Y cuando esperaba sentir el dolor de la incisión y la cálida y pegajosa sangre borboteando a través de ella… nada pasó. Baje la cabeza con miedo y de reojo miré hacia mi muñeca. Estaba inalterable. No entendía qué había podido suceder. Yo había presionado con todas mis fuerzas. Entonces volví a intentarlo, pero con la vista puesta en lo que hacía y, con los ojos abiertos cual dibujo animado sorprendido, fui consciente de que mi piel era impenetrable.
¿Cómo era eso posible? Entonces, atónito, sentado en el suelo de madera desgastada de mi salón, empecé a hacer memoria de las veces que me había cortado, hecho un rasguño o simplemente dañado cuando era niño… Fui incapaz de recordar ninguna de esas cosas. Solo pude ver entre mis recuerdos, que un día mi madre me había colocado una tirita en la rodilla después de caer viniendo del colegio, pero ni siquiera recuerdo la sangre, ni el dolor… solo la vergüenza por haber caído enfrente de algunos de mis compañeros.
Con la vista puesta en la nada, una tímida sonrisa apareció en mi apagado rostro. ¡Esto lo cambiaba todo! Y por fin pude comprender unas palabras que leí en la nota de suicidio de mi madre donde me decía: “Siento dejarte solo. Cuando estés preparado, sal ahí fuera y lucha contra la oscuridad (…)”. Aunque no me había separado nunca de esa nota, nunca le hice el menor caso, pues pensé que eran las últimas palabras de alguien que se sentía agonizar en vida. Siempre la llevaba bien doblada en mi cartera, a pesar de que mi psicólogo me había dicho, en repetidas ocasiones, que me deshiciera de ella, para poder pasar página. Lo cierto es que me la aprendí de memoria mucho antes de que él me insistiera en destruirla, pero la llevaba conmigo a modo de amuleto.
¿Era eso posible? ¿Era mi misión en la vida aportar luz a la oscuridad? ¿Tenía un don que me permitiría luchar contra el mal y ayudar a hacer del mundo un lugar mejor? ¡Tendría que comprobarlo!
Y justo cuando todos esos pensamientos desbordaban mi mente, alguien tocó en mi puerta, a la vez que pasaba una carta por debajo de la misma. Me acerqué a buscar lo que parecía un sobre normal con mi nombre delicadamente manuscrito en el anverso. Lo abrí. Había dinero y una nota escueta: “¡Ya estás preparado. Sal ahí fuera!”. Me estremecí.