No puedo retener tu recuerdo por más tiempo,
se me cuela entre los dedos como fina arena del desierto.
Tu voz, que calmaba mi alma y estimulaba mi cuerpo,
se diluye ahora en mi memoria; solo escucho su último eco.
Las palabras pronunciadas se desvanecen lentamente,
aunque de forma irremediable,
dejando tras de sí un sabor agridulce de un recuerdo mortecino.
Y los momentos con tanto anhelo compartidos
no son más que nubes rotas después de una tormenta.
Lídia Castro Navàs