Me encontraba dormitando dentro del acogedor tronco del árbol que me daba cobijo. Se trataba de un roble robusto y viejo. Más vetusto que mi propia y longeva existencia. Era mi hogar desde hacía tanto, que ya no podía acordarme de la primera vez que lo habité. Nos cuidábamos y protegíamos mutuamente. Como dríade, me deleitaba con esa función que me había tocado asumir y ya no podía imaginar mi vida realizando otra tarea que no fuera esa. Mi historia en particular no era merecedora de mención, pero, en cambio, las memorias de mis antepasadas eran dignas de llenar las crónicas más célebres. Algunas de mis antecesoras vivieron en el Jardín de las Hespérides, y una de ellas era la encargada de proteger y cuidar del manzano de frutos dorados. Me enorgullecía enormemente poder afirmar que mi existencia estaba ligada a aquella dríade en particular.

Dríade, Evelyn de Morgan
Y volvía a sonar la música a lo lejos. Ese tipo de música animada que hace que los pies se muevan solos y el corazón dé saltos de alegría. La melodía interrumpió mis pensamientos. Poco a poco, se fue aproximando y haciéndose cada vez más audible. Salí del tronco lentamente, desperezándome, para ver a qué se debía tanta algarabía; aunque ya imaginaba quién podía ser…
Era Apolo, que se acercaba con su séquito de ninfas danzarinas revoloteando a su alrededor. Apolo siempre hacía honor a su cargo como dios de la música y de la belleza y de forma constante iba acompañado de ambas.
Iban danzando y en sus manos sostenían copas que contenían un elixir de tonalidad borgoña. Se trataba de vino que Dionisos repartía entre sus más allegados y que tenía unos efectos desinhibidores en cualquiera que se lo llevaba a la boca. Los vaporosos vestidos de las ninfas se mantenían como suspendidos en el aire al compás de sus gráciles movimientos. Y sus risas, contagiosas en desmesura, me obligaron a unirme a su júbilo de forma irremediable.
Entre el séquito que acompañaba al dios había muy buenas amigas mías, ninfas como yo, aunque con ocupaciones muy diversas. Algunas habitaban en fuentes de agua dulce, donde procuraban que los sedientos caminantes saciaran su sed. Otras residían en las montañas y grutas cerca del mar, lugares que custodiaban con complacencia, a la espera de poder refugiar a algún marinero extraviado. También solían acompañar a Apolo las nueve hermanas musas, ninfas de la inspiración. Cada una de ellas infundía la motivación necesaria a artistas en muy diversos ámbitos como la poesía, el teatro, la pintura o la historia.

Hylas y las ninfas, John William Waterhouse
Todas ellas descuidaban por un tiempo sus labores para poder disfrutar de la compañía del dios y dejar fluir todos sus sentidos a través de la danza y la música. Esa mañana soleada de abril me uní a ellas. La primavera empezaba a despuntar y el bosque se estaba llenando de vida. En los nidos, que se sostenían en las copas de algunos árboles, ya asomaban los picos de hambrientos polluelos que reclamaban alimento. Los capullos comenzaban a abrirse y a llenar de colores y perfume las zonas bajas gracias a la influencia de Flora, la diosa de las flores. Incluso se podían intuir los preciados frutos que pronto llenarían las ramas de los árboles frutales.

Flora y los céfiros, John William Waterhouse
Me dejé fluir por el ritmo de la música y por el cálido tacto del sol sobre mi blanquecina piel. Saboree el delicioso aroma de la ambrosía que llenaba mi copa dorada y dancé como si no existiera un mañana…
@lidiacastro79