Tuve la mala suerte de nacer mujer en una época no muy amable para las personas de mi sexo. La que me dio a luz era tendera de día y prostituta de noche. Mi llegada a este mundo oscuro fue más una carga que una bendición y eso condicionó toda mi infancia. Los primeros recuerdos que tengo son del suelo embarrado y húmedo de la plaza donde mi madre vendía hortalizas. Piernas y pies, algunos con zapatos, otros sin. Ropas desgarradas, bajos sucios… Eso era lo único que mi vista alcanzaba a ver, desde el suelo donde me pasaba horas sentada.
Mientras fui pequeña aprendí rápido a sobrevivir en la sociedad hostil en la que me tocó vivir. Mi madre repetía constantemente: “¡los hombres tienen la vida más fácil y los que mejor viven son los marineros!”. Esas palabras se convirtieron en un mantra para mí. Llegué anhelar haber nacido chico y me odiaba a mí misma por el sexo con el que la naturaleza me había dotado.
Una madrugada de finales de invierno, cuando yo contaba con 8 años, mi madre no volvió de su ronda nocturna por el puerto en busca de clientes. La encontraron muerta entre las redes de los pescadores, con restos de pescado putrefactos enganchados en el pelo.
Fue entonces cuando supe que tendría que buscarme la vida para no correr con la misma suerte que ella. Y en ese momento decidí hacerme pasar por un chico y enrolarme en un barco. Mi cuerpo escuálido, mis facciones rudas y mis formas rectas, me facilitaron la tarea. Más adelante ya pensaría en cómo iba a disimular los cambios físicos evidentes de la edad.
En el puerto siempre había patrones de barco buscando jóvenes a quien enseñar el oficio y me fue fácil acceder a uno. La vida en alta mar era más dura de lo que había imaginado pero no me faltaban comida y cobijo. El barco donde trabajaba limpiando la cubierta, cubría una de las rutas más transitadas y a la vez más peligrosas del momento. Trajinábamos mercancías provenientes de oriente, tales como: especias, sedas, perfumes… Y lo descargábamos en los principales y más importantes puertos del viejo mundo.
La peligrosidad de tal tarea residía en que los piratas estaban siempre al acecho. Y fue en uno de esos intentos de abordaje para conseguir botín, que acabé capturada. Al principio creí que sería vendida, al mejor postor, en algún mercado de esclavos. Pero resultó que mi condición física, pequeña y flexible, les era útil en los abordajes. Mientras ellos se encargaban de la faena bruta, yo pasaba desapercibida y podía colarme allí donde se guardaban los cofres con las monedas de oro. Pronto desarrollé una gran habilidad para abrir candados y cerraduras. Eso me convirtió en un elemento imprescindible en mi nueva tripulación.
Mi vida entre esos piratas se convirtió en lo más parecido a tener una familia.
Pasaron los años y las vendas que oprimían mi busto ya no disimulaban mi pecho desarrollado. Las camisas de algodón sin botones que usaba, eran más holgadas para esconder mis curvas. Aunque cada vez me resultaba más difícil hacerme pasar por macho. Hasta que un fatídico día, en que una resaca de ron me dejó semiinconsciente durante buena parte de la mañana, y descuidé mis tareas habituales, el capitán me hizo llamar cuando aún estaba vistiéndome. Fue uno de mis compañeros de tripulación, con quien compartía edad y risas, quien me halló sin camisa mientras me apretaba las vendas del pecho.
La expresión de su cara era una mezcla de asombro y terror a partes iguales. Por un instante, me quedé inmóvil y muda. Acto seguido intenté pedirle que me guardara el secreto, pero no hizo falta. Relajó el rostro, bajó la mirada y me hizo un gesto con la mano para indicar que podía estar tranquila, al tiempo que abandonaba la estancia.
Cuando subí, toda la tripulación estaba reunida en la cubierta. El capitán, de pie tras el timón, mantenía un posado serio. Mi cuerpo se estremeció al sentir todas las miradas puestas en mí. Pero cuando el capitán empezó a hablar, todos mis miedos se desvanecieron. Hacía tiempo que mi secreto ya no era tal, todos conocían mi condición desde el día en que me raptaron. Pero mi entrega y predisposición enternecieron sus negros corazones y decidieron hacer la vista gorda. El capitán reconoció, que tarde o temprano tendría que hacer frente a esa situación y tomar decisiones duras. En un principio pensó en usar mis habilidades y después abandonarme a mi suerte. Pero llegado el momento, había cambiado de opinión. Me había convertido en “uno” más y ya no imaginaban el barco sin mi presencia. Por eso, dado que se había descubierto por fin el secreto, se habían reunido todos para decirme, que no tendría que fingir nunca más. Ellos me aceptaban tal y como era y se habían comprometido a seguir tratándome como el primer día, como a una igual.
Lídia Castro Navàs