El barco pesquero

Un pequeño barco pesquero navega en alta mar. Su casco blanco destaca sobre la superficie calmada del océano. Los rayos del sol van a ras del agua, cosa que indica que está empezando un nuevo día.  En la cubierta faenan dos de sus tripulantes. Llevan monos de tirantes con el torso descubierto. Están fuertes y muy morenos. Uno de ellos tiene los brazos en tensión a causa del esfuerzo que está realizando al tirar de un cabo. Al fondo, el color del cielo se funde con el del agua, haciendo desaparecer el horizonte. Y mientras yo sigo aquí «amarrada» en el puerto, a la espera de su llegada. ¿Dónde estará? La incertidumbre me derrota…

Foto: intagramer @manelferrando

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La espera

Entro en la habitación y me dispongo a esperar su llegada. Las puertas de la ventana están abiertas de par en par. Me acerco y apoyo los codos en el alféizar para contemplar el paisaje. Justo en frente, hay dos grandes macetas de barro con geranios colorados que reposan encima de una balaustrada. Su aroma llega hasta mí haciéndome cerrar los ojos e inspirar profundamente. Cuando vuelvo a abrirlos, se detienen en el lago que se extiende más allá de lo que mi vista alcanza. A lo lejos, hay un islote que rompe con las líneas rectas del horizonte y, por encima, la inmensidad del cielo azul teñido de algodones blancos.

Toc-toc

Llaman a la puerta. Ya está aquí.

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En la calle

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Foto del instagramer: @mglenriquez

Es una calle estrecha, oscura y tortuosa. De las fachadas desconchadas cuelgan cables y ropa tendida. Encima de una puerta, un cartel rojo con letras negras indica la entrada a una taberna.  Y, al fondo, justo en medio del paso están ellos: él está de pie y viste un vaquero y una camiseta negra; ella, un vestido corto de color turquesa y está sentada en el sillín de su bicicleta. Están charlando a corta distancia ajenos a lo que sucede a su alrededor.

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En el claro del bosque

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Foto del instagramer: @debenlikin

Se encontraba en un claro del frondoso bosque. El sol brillaba de forma muy intensa en su cénit. Estaba rodeado de esbeltos árboles y la hierba era tan alta que le llegaba a los tobillos. Se hallaba solo, de pie, mirando al suelo, meditativo… Una media sonrisa se dibujaba en sus carnosos labios y lo envolvía una especie de aureola enigmática.

¿En qué estaría pensando? -me pregunté.

Vestía su inseparable camiseta de tirantes naranja, esa que se había comprado en aquel viaje a Hawaii. Un viaje que hizo en solitario, para aprender una técnica que practicaban los indígenas, basada en conseguir la armonía a través de la luz y el amor incondicional. A su edad, y con su aspecto, nadie esperaría que sus intereses fueran tan espirituales. Lucía los tatuajes de sus brazos bien visibles. Muchos de ellos, tribales, en honor al dios Wolfat*, tal y como me había explicado la única vez en que habíamos hablado. Me presenté frente a él y, sin más, le pregunté el significado de sus tattoos. No era en absoluto hablador, pero si le preguntabas, te respondía con la cortesía propia de una persona de otra generación. Una coleta recogía su pelo rubio y liso, dejando su rostro despejado, cosa que le favorecía en desmesura. Lo que más me gustaba, era su carácter reservado, aunque él no parecía darse cuenta de lo atractivo que resultaba.

*Dios hawaiano inventor de los tatuajes, quien enseñó a los humanos el arte de tatuar.

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En la playa

Es de noche y una joven camina descalza por una playa. Lleva un vaporoso vestido negro y el pelo, algo despeinado por la brisa que sopla casi imperceptible, le cubre el rostro. En sus manos aguanta una bengala encendida y baila de forma relajada. Su danza no se debe al efecto del alcohol, ni de ninguna droga psicotrópica, es algo mucho más sencillo… se siente feliz por primera vez desde hace tiempo. Y su forma de expresarlo es bailando consigo misma. Lo único que rompe con la oscuridad son las centellas que desprende el fósforo y la luz apagada que proyecta una hoguera lejana, donde un grupo de personas charlan animosamente. Por detrás, solo hay una inmensa negrura. Aunque en realidad, tras ese telón negro, hay miles de estrellas brillando en el firmamento. Pero nadie las ve. Lo único perceptible es el rumor del agua del mar en su vaivén incansable, que acompaña a la chica del vestido negro en su baile hipnótico.

Lídia Castro Navàs

La majestuosa catedral

El cielo se presenta claro y despejado. A mano derecha, una farola, de aspecto antiguo, aguarda apagada la llegada de la oscuridad. A la izquierda, un frondoso naranjo, rebosante de frutos, da un toque de color y frescura a la calle. Y justo en medio, se levanta majestuosa la catedral. Con sus macizos muros de piedra caliza recién restaurada, luce lustrosa como nunca. Su estilo ecléctico se encuentra a medio camino entre el románico y el gótico. Robustos contrafuertes y arcos ciegos comparten el espacio con vidrieras coloridas y pináculos estilizados, no sin generar cierta controversia entre los amantes de la arquitectura medieval.

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Llega la noche

La noche llega a la ciudad y yo salgo con mi cámara colgada del cuello. El cielo, de color azul eléctrico, se va oscureciendo por momentos. Las farolas iluminan la fachada de la antigua estación y, a la vez, proyectan su luz sobre las tranquilas aguas de la ría. A lo lejos se ve uno de los muchos puentes existentes. Un semáforo en verde da paso a los escasos coches que circulan a estas horas y algunos transeúntes caminan por la acera sin inmutarse ante el objetivo de mi cámara. Más allá, una montaña, ondulante y oscura, recorta el horizonte todavía visible, pero no por mucho tiempo…

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La mansión

Frente a mí, una puerta de hierro forjado da paso a una mansión rodeada de vegetación. En lo alto de la verja, coronando la cancela, hay unas iniciales y un año: M R y 1888 moldeados en el mismo metal que el resto. Dos macizos pilares, con ornamentos romboidales entre el fuste y el capitel en forma de campana, flanquean el portón. El sol ha desteñido el color granate que antaño cubría la superficie. Los muros encierran un jardín desolado. Las hierbas crecen libres por doquier y las ramas de los árboles, que necesitarían ser podadas, invaden las zonas bajas. Una capa de pinocha seca cubre todo el suelo, a modo de alfombra. Y sobre ella, destacan algunas piñas de un tono más pardo.
Me acerco con la intención de adentrarme e investigar un poco más pero… la puerta está cerrada.

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