
Llorando a los pies del túmulo donde yacía su difunto marido pasaba los días. Sumida en el dolor por la pérdida era incapaz de retomar el hilo de su propia vida.
Había sido enterrado meses atrás, sin ostentaciones, como él quería, tal y como establecía el bushidō (el código ético de los samuráis).
En el kofun, junto con el cuerpo sin vida del guerrero, se habían depositado sus más preciados bienes: la armadura, un espejo de bronce, unas estatuillas de barro y, por supuesto, sus espadas: La katana, delicadamente forjada para él. La wakizashi, que siempre llevaba colgada en su cinto. Y el tantō, con la que acabó con su propia vida.
La decisión no debió ser fácil, pero no hay mayor honra para un samurái que dar la vida por su señor. La muerte no es algo temido ni lejano, es parte de la existencia. Él había aprendido eso a muy temprana edad.
Ante la derrota y la muerte de su amo, llegó el momento de afrontar la situación y prepararse para el seppuku. No iba a permitir que el enemigo le hiciera prisionero.
Resguardado en un rescoldo, en pleno campo de batalla, echó un gran trago de sake y escribió unos últimos versos dedicados a su esposa. Sentado sobre sus rodillas, se abrió las vestiduras y empuñó el tantō, no sin antes envolverlo cuidadosamente con un papel de arroz. Situó el filo de la daga en su abdomen. Con determinación y una fuerza inusual hizo un corte rápido, de izquierda a derecha. Volvió el filo al centro y subió verticalmente hacia el esternón, hasta desentrañarse por completo.
Sufrió una larga y horrible agonía antes de caer finalmente muerto. Pero, de ese modo, consiguió salvaguardar su honra y la de su propia familia.
La desazón y la pena habían convertido a su entregada esposa en un espectro que paseaba su liviano cuerpo, enfundado en un kimono blanco, desde su casa hasta la sepultura, y el camino de vuelta.
El suyo había sido un amor cultivado con tiempo, con paciencia, con respeto… El trato que se profesaban era cortés y amable. Una sola mirada les era suficiente para comunicarse. Él era un hombre discreto en público y de pocas palabras; en cambio, en privado, era un amante muy entregado y a la vez delicado. Apreciaba la poesía, las bellas artes… Y a menudo se refugiaba en la creación de jardines flotantes. Los cuidaba con sumo mimo, como todo lo que hacía.
Y ahora ella rememoraba esos momentos vividos a su lado, mientras observaba con sus llorosos ojos las flores que reposaban sobre el sepulcro. Siempre que podía, llevaba consigo un ramo de sus flores preferidas para colocarlas en la tumba. La flor del cerezo es tan delicada que a las pocas horas de ser cortada ya se ha marchitado; y pensó: “como la vida del samurái: bella, pero breve”.
Una alumna se inspiró en mi relato para hacer esta ilustración 😀 ¡Gracias, Ari!
Lídia Castro Navàs
