
En una tarde de desidia en la que el sol ilumina todo lo que toca con su calidez, observo unos rayos que se cuelan tímidos por mi ventana entreabierta y que al llegar a la librería repleta de volúmenes impasibles, van deambulando por encima de los lomos polvorientos con sumo cuidado, como dando color a un lienzo invisible.
El tiempo se escapa entre mis manos, igual que la luz del sol, que quiere apagarse como desangrándose a causa de una herida superficial. Las notas de música bailan frenéticas por todo el espacio que me envuelve y me hacen sentir bien.
Oprimo las ganas de saltar de la silla y gritar con todas mis fuerzas, para hacer saber al Universo mis más ansiados pensamientos. En vez de eso, pongo negro sobre blanco para intentar apaciguar mis exaltados sentidos.
Algo llega a mis sienes dejándome sin aliento por un instante, fugaz e incierto. Y no puedo evitar moverme levemente al compás de la música que me acompaña y dejarme sentir… como si una ínfima parte de mi Ser notase el inicio de algo nuevo, diferente.
Y vislumbro la ansiada luz, al final de mi largo y cansino túnel. Por fin la luz gana la dura batalla a la temida oscuridad y la dicha me acaricia con sus gráciles dedos. ¿Será la llegada de la nueva estación?
Lídia Castro Navàs