Con los cinco sentidos

Timbales, flautines y dulzainas sonaban sin cesar. El aroma de la leña quemada procedente de las tabernas se olía en el ambiente. En los tenderos, el tacto de la seda atraía las manos más curiosas. Las gentes abarrotaban las calles empedradas, bebiendo, riendo y danzando. Era día de feria en la ciudad; y la feria no solo se vive, sino que se siente. 
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Desvelada 

Se había desvelado, como todas las noches, y estaba paseando por el claustro con la única compañía de un hermoso amanecer. El frío viento matinal le rozó su pálido rostro y se estremeció. Se abrazó a sí misma arropándose con el manto de lana que cubría su camisón. Estaba nerviosa, por eso le costaba conciliar el sueño. No tenía elección, debía casarse con un hombre que le causaba repulsión porque así lo había decidido su padre.

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Día de justa

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El camino había sido largo y pesado. Mis pies doloridos ya no aguantaban más pasos. Paré a descansar debajo de una higuera para resguardarme del fuerte sol del mediodía y aproveché para masajearme los pies.

Gracias al campesino, que muy amablemente me llevó en su carreta durante una parte del trayecto, había podido recuperar fuerzas para llegar hasta aquí. En mis ropajes aún habían restos de paja, llevaba las sandalias llenas de polvo. Por suerte mi sombrero, con una larga pluma de ganso, seguía lustroso. Y el rabel, que siempre llevaba conmigo, no había perdido su característico sonido.

Desde donde estaba, ya podía ver las imponentes murallas de la ciudad. Mi destino solo se encontraba a unas cuantas zancadas más. El ir y venir de gentes y mercancías anunciaban el bullicio imperante en la urbe, que se preparaba para el mayor torneo de la temporada. Caballeros de todos los reinos se daban cita para mostrar sus habilidades con las armas y la montura. Era el momento más propicio para dar a conocer mis nuevos poemas y cantares a las personas que allí se reunían. Eso me aseguraría cama y comida para unas cuantas jornadas.

Al cruzar las puertas, no tuve dificultad para llegar al centro de la población. Las estrechas y tortuosas calles llenas de barro se abrieron para dejar paso a la plaza pública porticada más grande que mis ojos habían visto jamás. A mano derecha se alzaban unas gradas de madera, decoradas con exquisitez, donde los nobles y gentes de bien gozaban de las mejores vistas del torneo. En un extremo, a mano izquierda, estaba el espacio preparado para la demostración del uso de la espada. En ese momento, dos hombres, profusamente sudados, se afanaban por demostrar su valía. En el otro extremo, unas grandes dianas redondas, ya estaban preparadas para recibir, nuevamente, las flechas de arcos y ballestas. El gran espacio alargado central, con una división de madera justo en medio, al estilo de espina de un circo romano, era el destinado a la justa. El suelo, que había sido cubierto con tierra fina y seca, aguardaba el momento para ser pisoteada por las herraduras. Finalmente, presidiendo majestuosa todo ese escenario, se encontraba la catedral.

En ese preciso momento resonaron las campanas anunciando el inicio de la justa. Los nervios y la expectación se podían notar en el ambiente. Había llegado justo a tiempo.

Los dos caballeros que se iban a batir en duelo estaban preparados cada uno en un lado de la pista. Frente a frente. Ataviados con sus brillantes armaduras y sosteniendo las pesadas lanzas con una mano, mientras que con la otra llevaban cogidas con fuerza las riendas del caballo, esperaban para clavar las espuelas al agitado animal.

El pañuelo de seda tocó el suelo. Esa era la señal. Una gran nube de polvo se levantó a la vez que cada caballo se puso en marcha. El silencio se hizo en la plaza. La mayoría de los allí congregados mantuvieron la respiración por un instante. Al momento, un fuerte golpe seco acabó con el silencio reinante. Uno de los dos contrincantes recibió el impacto y quedó malherido. ¡Ya había un ganador! ¡En solo una ronda! Era algo casi inaudito.

El trofeo lucía bajo la luz del sol en la grada, donde la hija del conde esperaba para entregarlo al ganador con los nervios a flor de piel.

El caballero, todavía escondido bajo su yelmo, se dirigió triunfador hacia allí, recibiendo vítores a cada paso que daba. A la altura del palco, frenó su caballo y desmontó con brío, al tiempo que colocó las manos bajo su cuello para alzar el casco con penacho. Todos los presentes mostraron su asombro cuando una larga cabellera pelirroja apareció tras la armadura. ¡Se trataba de una hermosa y joven amazona! El alguacil, tras un momento de aturdimiento y vacilación, llamó a la calma de los asistentes y dio la palabra al conde, quien tendría que decidir si la justa había sido válida.

El conde, con cara de desconcierto, se alzó de su silla y no pudo pronunciar palabra, al reconocer en la joven ganadora, a su hija ilegítima.

Lídia Castro Navàs