
Cielos que parecen océanos,
ramas que semejan ser telarañas,
días que son oscuros y
sueños que quieren trasnochar.
Lídia Castro Navàs

Cielos que parecen océanos,
ramas que semejan ser telarañas,
días que son oscuros y
sueños que quieren trasnochar.
Lídia Castro Navàs

En cuanto me vio en el suelo vino directo hacia mí. Me observó desde arriba unos segundos y se agachó hasta quedar a mi altura. Se acercó tanto, que pude ver incluso los pelos que le asomaban por la nariz. Entonces me alzó con todas sus fuerzas; sentí sus manos cálidas pero ásperas cogiendo mi frágil cuerpo. Con ese gesto me estaba condenando a morir y es que las flores no sobrevivimos mucho después de ser arrancadas.
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Bilbo (y no me refiero al de “Bolsón Cerrado”) es una ciudad con mucha historia y eso se refleja en sus calles, edificios y monumentos.
La primera impresión de la ciudad fue desde el taxi a la 1:00 de la madrugada, así que solo recuerdo un confuso juego de luces y sombras mezclado con la humedad del ambiente y el cansancio por el retraso.
Ya de día, y después de haber dormido unas prudentes cinco horas, la visión fue mucho mejor. Salí al balcón, donde unos geranios rojos reposaban frondosos, y el murmullo de la ría Nervión me dio los “buenos días”.

Fachadas de Bilbao. Foto: @lidiacastro79
De mi observación, destacar las fachadas de los edificios antiguos: con sus porticones de madera, balconadas de hierro forjado y tribunas acristaladas. Y la multitud de flores y plantas que decoraban alféizares y barandillas.

Detalle tribunas. Bilbao. Foto: @lidiacastro79

Fachadas de Bilbao. Foto: @lidiacastro79
Su pasado industrial es fácilmente reconocible en algunas reminiscencias aún existentes, como alguna chimenea de ladrillo o la conservación de las fachadas de algunas fábricas y almacenes de la época. Lo histórico convive con lo actual, en una armonía envidiable.

En primer plano «Variante Ovoide» de J. Oteiza (representa una cabeza con chapela). Al fondo, una chimenea de época industrial. Foto: @lidiacastro79

Mezcla de lo antiguo y lo nuevo. Foto: @lidiacastro79
El Guggenheim es visita obligada. Solo el edificio ya vale la pena, pero no solo su exterior… el interior es igualmente impresionante.

Museo Guggenheim de Bilbao. Obra de Frank Gehry. Foto: @lidiacastro79
Lo más original que pude ver, fue el poema de neón que se podía leer (a gran velocidad) en castellano, en euskera y en inglés. Y las gigantescas estructuras metálicas de Richard Serra.

«Truisms» by Jenny Holzer. Foto: @lidiacastro79

«La materia del tiempo» de Richard Serra. Foto: @lidiacastro79
Más inquietante fue la visión de las obras de Louise Bourgeois, aunque pude descubrir en ella a una interesante y traumatizada artista de una vida muy longeva.

Foto sacada antes de que un «chicarrón» del norte me advirtiera de que no se podía. Foto: @lidiacastro79
Menos suerte tuvimos con el Puppy, que estaba rodeado de andamios y cubierto con unas gruesas telas verdes (foto no disponible por indisposición floral canina).
Callejear por el casco antiguo, bordear la ría paseando y subir al monte Artxanda con el funicular son algunas de las cosas de las que disfrutar si el tiempo acompaña (y si no acompaña, también).

Puente Zubi Zuri sobre la ría Nervión. Foto: @lidiacastro79

Vistas de Bilbao desde el monte Artxanda. Foto: @lidiacastro79
Lo de ir de pintxos fue toda una experiencia. Vegetarianos, veganos y macrobióticos (este último, mi caso) no lo tienen nada fácil. Con decir que, para los de Bilbao, el jamón de York y el atún son catalogados de verduras. ¡Que a nadie se le ocurra preguntar si un pintxo, donde está todo trinchadito, contiene carne o lácteos! Porque les sale el lado oscuro y te contestan un “¡Yo qué sé!” acompañado de una cara de perros (abstenerse pues, personas con intolerancias y alergias alimentarias). En fin, me hinché a pintxo de bacalao, que se veía lo que era.
Me quedé con las ganas de probar el marmitako. Por lo visto necesitas reserva para comerlo y no me quedó claro si la causa fue que no era temporada o que el bonito se acompaña de sangre de unicornio en vez de con patatas.
Visitar la costa, es una buena opción cuando ya has recorrido toda la ciudad. Por eso fuimos a Bakio, paraíso de los surfers. Muy buenas vistas desde la playa.

Playa de Bakio. Foto: @lidiacastro79
San Juan de Gaztelugatxe, fantástica excursión de unas dos horas para ascender hasta la ermita y tocar la campana. Mar y montaña a partes iguales. Y como lucía un sol brillante, nariz y pómulos rojos, de regalo.

Ermita de San Juan de Gaztelugatxe. Foto: @lidiacastro79
Y, finalmente, Bermeo, típica zona portuaria con un paseo marítimo lleno de bares y terrazas. Pero con un conjunto escultórico que me sorprendió gratamente sobre la cosmogonía vasca (explicación mitológica sobre el origen del mundo).

Paseo marítimo de Bermeo. Foto: @lidiacastro79
Y así nos pasaron volando los dos días que estuvimos en Bilbo.
¡Aguuuuuur!
Viajar con adolescentes siempre es una aventura… No tienes tiempo para aburrirte.

La peripecia empieza ya en el autobús. Momento del recuento antes de partir: 1, 2, 3,… 28, 29… 36, 37,… Y siempre está el gracioso de turno que te hace descontar y vuelta a empezar (esta vez: 58… de 13 años).
Aún no hemos salido de la ciudad y ya empiezan los: “¿Cuánto falta?” ¡Por dios, si se puede ver el colegio todavía!
Y luego tienes que ir repitiendo una retahíla cansina y anodina llena de:
(Buf me canso a mí misma de oírme…)
Lo peor: los mareos y los vómitos (algo desagradable, cuanto menos, y que puede desencadenar un efecto dominó). Yo siempre rezo para que los que saben que se marean, no hayan desayunado leche y se hayan tomado la “biodramina” antes de salir.
Lo mejor: el micro y las canciones de bus. Esto parece no tener caducidad. Me siento una estrella con el micro en la mano. Hasta que digo: “Una sardina…” y nadie repite (snif).
Puede que las canciones hayan cambiado, pero el espíritu sigue siendo el mismo.
Los años pasan y no te das cuenta… hasta que llegas a una casa de colonias con adolescentes rebosantes de energía que están deseando no dormir. Esa es la verdadera prueba de fuego…
El “correr por los pasillos” y el “reír/gritar” cual gallinas silvestres en celo, adquieren otra dimensión. Te sientes como una segurata nocturna en una guardería de hormonas. Y cuando por fin, parece que todo se calma y decides enfundarte el pijama y meterte en la cama… vuelve a empezar la “guerra”. Eso es si todo va bien y no hay incidentes. Me refiero a alumnos accidentados, cosas rotas o enfermos. Por suerte, son excepcionales los casos de accidentes graves y desperfectos. Lo que es más común son los resfriados, fiebres y dolores de barriga que, por arte de magia, aparecen siempre durante la noche. En el mejor de los casos, el ibuprofeno lo soluciona todo y duermen del tirón. En el peor, la posibilidad de dormir se esfuma y tienes que hacer de enfermera de guardia en cuidados intensivos.
Esta vez me tocó compartir la litera con una alumna con fiebre alta y delirios (en serio…). Si no es una cosa, es otra, pero dormir, lo que se dice, dormir, no duermes mucho.
Y por la mañana, de excursión por la montaña. Menos mal que con el espectacular entorno se te olvida el cansancio.

El momento de las comidas son de lo más entretenidas. Organizar las mesas, la limpieza, procuras que todo el mundo tenga lo que necesita, atiendes las alergias e intolerancias, vigilas que todos coman cuanto deben y no menos (ya sabemos las ideas estereotipadas que les mete en la cabeza la publicidad)… Y cuando tú te sientas y empiezas a comer, ellos ya han terminado y tu plato ya está frío. Además, tienen el don del ‘inoportunismo’. Es tomar el primer bocado y ya están ahí, echándote el aliento en tu cogote, preguntándote qué toca hacer después o cualquier cosa que les pase por la cabeza… En fin, que las comidas son rápidas e interrumpidas constantemente.
Y por fin, llega la última noche, con fiesta de despedida, lo que ellos llaman “hacer discoteca”. Durante las semanas previas a la salida no tienen otra cosa en mente:
−¿Haremos discoteca? −no paran de preguntarte.
Y tú, te haces la loca y les dices que depende,.. que si la casa de colonias nos lo permite,… que si se portan bien,… Pero acabas sucumbiendo a sus deseos. Y es que piensas en lo que sentías tú a su edad y te morías por hacer lo mismo: quedarte en un lado de la sala, mientras los chicos están en el otro lado y va sonando música alta. ¡Esto no cambia!
Hasta que finalmente alguien, sin vergüenza y mucha moral, estrena la “pista” y todos se acaban animando. Después, no hay quien los mande a dormir… Y mientras tú ahí, aguantando el cansancio con buena cara y pensando en que mañana ya estarás en casa y te ducharás en tu baño y dormirás en tu cama…

La última mañana ya no se levantan por voluntad propia, y tienes que ir, habitación por habitación, abriendo luces y ventanas al grito de: “¡Bueeeenos díaaaas!” (Qué mala soy…). Arrastran los pies todo el día, hasta que volvemos al autobús y solo se escucha el silencio… Y es que el cansancio ha hecho estragos en sus energías (por suerte, tienen un límite). Cuatro horas de bus sin incidentes (a parte de dos vómitos y muchos “¿Cuánto falta?”).
¡Por fin en casa! (Y con esto y un bizcocho, hasta mañana a las ocho).
Lídia Castro Navàs
La noche había caído ya. La oscuridad cubría todos los recovecos del valle, a excepción de las zonas cercanas a los tipis, que estaban iluminadas por algunas antorchas clavadas en el suelo.

Los cazadores principales de la tribu habían vuelto con las presas colgando de sus caballos y la cabeza bien alta de orgullo. Mañana era un día importante. Un nuevo miembro sería iniciado en la “caza del búfalo”. Era una dura prueba y tenía que superarla si quería formar parte de la élite y hacerse un nombre entre los ojeadores más aventajados.
En la tienda común, el fuego central ya estaba encendido. Se escuchaba el crepitar de la leña seca desde varios metros de distancia. El verano hacía varias lunas que había dejado paso al otoño y las noches empezaban a ser frías. No tardarían en caer los primeros copos de nieve de la temporada, que cubrirían todo con un blanco e inmaculado manto. El gélido invierno acabaría por helar las partes menos profundas del río donde pescábamos los deliciosos salmones. Y coincidiría con el recogimiento de los osos pardos, a los que ya no volveríamos a ver hasta la próxima primavera.

Hoy era día de reunión y todos se encaminaban, cuál gotas de una lluvia muy esperada, hacia la asamblea. Yo también me uní a ellos. Al entrar en la tienda, la calidez del fuego y el olor de la salvia blanca quemándose despacio, me hicieron inspirar profundamente. Como siempre, el jefe del clan y el hechicero presidían la sesión con gran solemnidad y todo el mundo allí congregado aguardaba con respetuoso silencio a la espera del inicio de la ceremonia.
Fue el hechicero el primero en intervenir. Pronunció unas palabras rituales a modo de canto acompañado por la percusión de los tambores. A continuación, habló el gran jefe, sentado en el suelo con las piernas cruzadas y el posado serio. Nadie esperaba lo que iba a decir…

“El hombre blanco amenaza la paz y la integridad de la madre tierra, la que nos sustenta y nos da cobijo. Trae consigo, muerte y destrucción… Cargado con esas mortíferas armas de fuego que arrebatan la vida de aquellos que se ponen enfrente para defender la naturaleza…”
Se hizo un murmullo casi imperceptible que acabó con el silencio reinante.
“...¿cómo puede el hombre blanco querer poseer algo que no tiene dueño? Somos los hombres los que pertenecemos a la tierra y no al revés… ¿Cómo se pueden poseer los rayos del sol, o la luz de la luna, o la fuerza de las corrientes de agua? Debemos defender la seguridad de nuestra tribu y la integridad de nuestra madre, la tierra, de nuestros hermanos, los animales… El misterio se cierne sobre nosotros. El futuro es ahora incierto… La vida ha terminado. Ahora empieza, la supervivencia.”
– El momento de actuar ha llegado -Pensé para mí.
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