Detrás de la biblioteca

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Me gustaba rondar por el callejón de detrás de la biblioteca de la universidad de artes mágicas. Era un lugar con suculentos restos que los estudiantes no terminaban. Lo que allí comía era más apetitoso que lo que encontraba en otros sitios de la ciudad.

Una noche, un joven de primer curso, me vio y se acercó; iba cargado con unos libros  que parecían hablar entre ellos y una varita recién estrenada. Por alguna razón, me sentí bien con ese humano y dejé que me acariciara el lomo. Sentir su contacto, su cariño… fue maravilloso.

A partir de entonces venía a verme todos los días y me traía comida de verdad, ¡no eran restos! Y, sin darme cuenta, acabé durmiendo en su cuarto de la residencia. Me había adoptado y yo era el perro más feliz del mundo. Fue por eso que no dudé cuando me propuso usarme para sus prácticas de transmutación. Me aseguró que podía deshacer los hechizos si los resultados no eran óptimos. Pero no fue así, no pudo eliminar lo que me hizo. Desde esa tarde de otoño, mi voz cambió para convertirse en un estridente maullido.

Ya me lo dijo mi madre: “No aceptes como amo a un mago y menos a un aprendiz”, pero el amor que nos profesamos no entiende de condiciones. Él me sigue queriendo, aun con mis maullidos; y yo a él, aunque vaya a repetir el curso. 


Esta es mi participación para el «Va de reto» del blog de Jose.

 

Lídia Castro Navàs

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En el desván 

Foto propia. Praga, 2016

Me gustaba subir al desván de mis abuelos, donde los trastos viejos acumulaban polvo, como solía decir mi madre. Pero según mi visión infantil, allí se escondían objetos extraordinarios y mágicos, el polvo era solo para despistar a los adultos y ahuyentarlos. 

Me pasaba horas sentada en el suelo hurgando en las cajas. Los objetos en desuso aguardaban el cálido tacto de mis inocentes manos para adquirir vida y jugar conmigo. Todo volvía a su estado inerte si mi madre se presentaba de improviso. A los objetos no les debían gustar los adultos porque si no, no me lo explico.

Lídia Castro Navàs

Con sus propios ojos

El pequeño Timmy estaba asomado a la ventana de su habitación. Los copos de nieve habían empezado a caer hacía rato y una capa blanquecina cubría todas las superficies visibles. Iba descalzo, pero la emoción del momento no le dejaba notar el frío. Llevaba su pijama de franela preferido, estampado con unos graciosos renos de rojas y grandes narices. Se aguantaba de puntillas en el quicio de la ventana, mientras su rostro, pegado en el gélido cristal, dejaba marcado el vaho de su respiración agitada.

Debajo de su cama ya revuelta, se podían intuir algunos envoltorios vacíos de chocolatinas, junto con unos cuantos juguetes esparcidos por doquier. Su osito de peluche, al que dormía abrazado todas las noches, reposaba boca abajo al lado de su almohada. Y en los pies de la cama, encima de la colcha tipo patchwork que había tejido la abuela para él, se acurrucaba Remus, su gato blanco perlado.

Era la víspera de Navidad y Santa Claus no podía tardar mucho en llegar… Y aunque le habían dicho que los niños debían estar durmiendo cuando Él llegara, sino no les dejaría regalos, Timmy iba a arriesgarse a quedarse sin presentes, pues quería ver a ‘Santa’ con sus propios ojos.

Durante la cena había dejado escapar, de forma premeditada, algún bostezo más exagerado de lo normal. Había pensado que, si demostraba que tenía mucho sueño, no levantaría sospecha alguna. Después cenar, Timmy ayudó a su padre a preparar un gran vaso de leche y unas cuantas galletas para obsequiar a ‘Santa’ por su esfuerzo. Y comprobaron que los largos y coloridos calcetines, que colgaban de la chimenea, lucían el nombre bordado de sus propietarios de forma bien visible.

Cuando por fin su madre lo arropó en la cama y le leyó un fragmento de su libro preferido, él no tardó en hacer ver que se dormía de forma plácida. Antes de eso, su madre se apresuró a recordarle que esa noche debería dormir más profundamente que nunca, puesto que no quería que se quedara sin regalos. Timmy asintió a la vez que dijo “Tranquila, mami, que hoy tengo mucho sueño”. Pero sus intenciones eran otras…

Su ‘plan’ era sencillo: permanecería en su cuarto hasta que todos estuvieran dormidos y bajaría al salón a esconderse a la espera de su mágico ídolo. Después de echar un vistazo por la ventana, para comprobar si veía algún movimiento o sombra no habitual, se dirigió con sigilo a la escalera que le llevaría al piso de abajo. La moqueta granate que cubría las escaleras le calentaron momentáneamente los pies desnudos. Lo que no esperaba, es que la madera vieja sonara tan fuerte a causa de su peso. Durante el día no era consciente de que las escaleras emitieran ese quejido cuando alguien las pisaba. Se paró en seco, y escuchó atentamente el silencio, para comprobar que nadie se había despertado. Unos segundos después, retomó su descenso. Y en cuanto llegó al salón, se encontró con su segundo contratiempo: la abuela estaba dormida en la mecedora de enfrente de la chimenea. En un primer momento pensó en “abortar la misión”, pero recordó que a su madre siempre le costaba mucho despertarla por las mañanas, porque la abuela usaba audífonos y por la noche se los quitaba. Así que no sería un problema.

El escondite en el que había pensado, era justo debajo de la mesa que estaba al lado del sofá. Disponía de unos faldones que podría levantar para pillar a ‘Santa’ in fraganti. Así que, se coló debajo y se sentó con las piernas cruzadas a esperar el gran momento. Pasados unos minutos, que se le antojaron eternos, se dio cuenta de que iba a ser una ardua tarea, pues el sueño empezaba a hacer mella en él y sus párpados parecían incapaces de quedarse alzados.

Un ruido lo sacó de su ensoñación, era Remus que se acurrucaba en su regazo mientras ronroneaba. Timmy levantó el faldón para comprobar que todo seguía igual, pero se percató de que la leche y las galletas ya no estaban, y los calcetines se veían extrañamente abultados. ¿Cómo era posible? ¡Solo había cerrado los ojos un instante! ¡Realmente ‘Santa’ era muy bueno haciendo su trabajo… no se había enterado de nada! Ahora tendría que esperar todo un año para volver a poner en práctica su plan de ver a Santa Claus con sus propios ojos.

Lídia Castro Navàs