
Cuando se aproximaba el final del trimestre, antes de las vacaciones de Navidad, en mi colegio hacíamos el «amigo invisible». Se trataba de que a cada uno nos tocaba un compañero a quien tendríamos que hacer un regalo el último día de clase. Pero, en los días previos, debíamos dejar pistas sobre nosotros. Era algo muy divertido.
Recuerdo un año en que esa celebración fue muy especial y cambió mi vida para siempre:
Entré en el aula y fui hacia mi pupitre. Me senté con desdén, pues me tocaba matemáticas y no era mi materia preferida precisamente. Al meter las manos en el cajón para sacar el libro, algo inusual captó mi atención: ¡Era una nota! Un pedacito de papel cuadriculado, manuscrito y muy bien doblado. Lo abrí como quien manipula pólvora y lo leí.
«Hola, soy tu amigo invisible y esta es la primera pista: Soy muy tímido. Espero que esta ‘chuche’ te anime el día».
Volví a hurgar en el cajón y encontré una gominola. Esbocé una sonrisa tonta y me comí el dulce antes de que llegara la profe.
Al día siguiente, volví a encontrarme con otra nota y, de nuevo, iba acompañada de un caramelo. La pista decía:
Odio las mates y mi asignatura preferida son las ciencias sociales
«¡¿Y quién no odia las mates?!», pensé.
Cada mañana me levantaba con gran entusiasmo para leer las pistas de mi amigo invisible (y comerme las chuches).
Un día la nota iba acompañada de un chupachups de esos que te pintan la lengua. Y en la pista ponía:
No tengo amigos y siempre juego solo a la hora del recreo
Esa confesión me hizo entristecer. ¿Cómo una persona tan detallista podía no tener amigos? Entonces decidí escribirle yo. Le puse que yo sería su amiga. Si me decía dónde estaba a la hora del recreo iría y jugaría con él.
Ese mismo día, después de la clase de educación física y antes del descanso, me encontré con una respuesta:
Siempre estoy en el ático del ala norte del edificio, hay muy buenas vistas del recreo
¿Qué demonios hacía en el ático? No nos dejaban ir allí. Y, además, ¿cómo había podido responderme si estábamos en el gimnasio?
Aparté esos pensamientos de mi mente, las ganas de saber quién era fueron más fuertes. Así que, cogí mi bocata, mi abrigo y me dirigí al ático. Subí todos los peldaños sin respirar, cuatro pisos, hasta toparme con una puerta de madera muy envejecida que estaba medio abierta. La empujé con temor, sabiendo que estaba incumpliendo las normas, pero a la vez con expectación… ¿Quién sería mi «amigo invisible»?
El ático hacía a sus veces de almacén, con lo que estaba lleno de cajas y trastos viejos. Al fondo habían unas ventanas con los cristales muy sucios y que, efectivamente, daban al patio. Mientras estaba asomada mirando hacia abajo, una voz a mi espalda me sobresaltó.
—Gracias por venir —me dijo con vergüenza.
De forma instintiva me giré, pero no había nadie. Estaba oculto.
—¿Por qué te escondes?
—No sé… Es que nadie excepto tú me había hecho caso.
—No seas tonto. Quiero verte.
—¿Me prometes no salir corriendo?
—¿Por qué tendría que salir corriendo?
Al tiempo que decía eso, una figura salió de detrás de los pupitres antiguos que se apilaban en un rincón. Desde luego, no era un compañero de mi clase. Se trataba de un niño muy delgado y el color morado de sus ojeras destacaba sobre su tez grisácea. Su vestimenta me recordó a los uniformes que antaño habían llevado los alumnos del colegio. Además, su perfil estaba difuminado, como si una fina niebla lo envolviese.
Entonces, de repente, lo entendí todo: mi «amigo invisible» era un espíritu y yo tenía un don.
Lídia Castro Navàs