Me gustaba rondar por el callejón de detrás de la biblioteca de la universidad de artes mágicas. Era un lugar con suculentos restos que los estudiantes no terminaban. Lo que allí comía era más apetitoso que lo que encontraba en otros sitios de la ciudad.
Una noche, un joven de primer curso, me vio y se acercó; iba cargado con unos libros que parecían hablar entre ellos y una varita recién estrenada. Por alguna razón, me sentí bien con ese humano y dejé que me acariciara el lomo. Sentir su contacto, su cariño… fue maravilloso.
A partir de entonces venía a verme todos los días y me traía comida de verdad, ¡no eran restos! Y, sin darme cuenta, acabé durmiendo en su cuarto de la residencia. Me había adoptado y yo era el perro más feliz del mundo. Fue por eso que no dudé cuando me propuso usarme para sus prácticas de transmutación. Me aseguró que podía deshacer los hechizos si los resultados no eran óptimos. Pero no fue así, no pudo eliminar lo que me hizo. Desde esa tarde de otoño, mi voz cambió para convertirse en un estridente maullido.
Ya me lo dijo mi madre: “No aceptes como amo a un mago y menos a un aprendiz”, pero el amor que nos profesamos no entiende de condiciones. Él me sigue queriendo, aun con mis maullidos; y yo a él, aunque vaya a repetir el curso.
Esta es mi participación para el «Va de reto» del blog de Jose.