Me gusta la Navidad (habrá a quien no le guste, incluso la deteste; lo sé) y hoy te traigo unos cuantos libros que se contextualizan en esta época (existen miles de ellos, pero yo he hecho una selección muy personal).
Los más tradicionales en forma de cuentos seguro que los conoces e incluso los has leído. Yo te recomiendo dos antologías que son nuevas, aunque conservan el gusto de antaño.
La saga Harry Potter es en la que recuerdo haber vivido más Navidades; en todos sus libros se guarda un espacio muy especial a esta festividad, ya sea dentro o fuera de Hogwarts.
Harry Potter la saga completa de J.K. Rowling. Salamandra, 2020.
Uno de los últimos libros que leí, en que salía esta época del año, es un romance navideño en la ciudad de Nueva York, que Netflix convirtió en serie.
«Era una noche tan fría que hasta los árboles tiritaban. Ningún animal se atrevía a salir de su guarida y las blancas calles dormían totalmente desiertas. Las chimeneas escupían convulsivamente las sobras de las casas y los cristales empañados de las ventanas impedían ver el interior de las familias.
Esa noche tenía un trabajo que realizar y nada ni nadie en el mundo me impediría ejercer mi encargo. Tal vez fuera la última vez en mi vida, pero, ni el clima más despiadado ni el deseo por el calor de mi dulce hogar me harían desistir en mi cometido.
Volví a comprobar mi puñal, la cuerda y mi ansiedad, y sin más demora, me adentré en el pueblo… «
Las calles estaban desiertas, como era de esperar. El frío arreciaba, así que me ajusté el abrigo al cuello y aceleré el paso para entrar en calor. Cuando vi a lo lejos mi objetivo: el bosque, me eché la cuerda al hombro y empuñé el cuchillo. Aunque no lo iba a necesitar hasta más adelante, por eso lo guardé en el bolsillo. Mis dedos se encontraron con un par de monedas que observé con curiosidad, pues su extraño dibujo atrajo mi atención. Parecía un dios hindú de seis brazos a lomos de un tigre. Sin duda serían de uno de mis viajes por oriente y quedarían allí olvidadas. Las devolví al bolsillo y me aferré al tronco de un pino, seguramente centenario. Lo trepé, no sin dificultad y, una vez a buena altura me senté en una rama segura, saqué el puñal de nuevo y lo clavé en la base del muérdago hasta que se desprendió; luego lo até a la cuerda y lo bajé hasta el suelo con cuidado, pues no quería que se desprendieran las bolitas.
Volví a casa con la misión cumplida: había obtenido el único motivo decorativo que nos faltaba. ¡No podíamos celebrar la Navidad sin el muérdago colgado del quicio de la entrada!
Esta es mi propuesta para el Va de reto, desafío literario del blog de JascNet.
Había llegado el día, el día de mi debut. Estaba nerviosa, como no podía ser de otra manera. «Lo harás bien», me animaban unos. «Has nacido para brillar», me decían otros. Pero los nervios iban por dentro. Siempre había sido muy inquieta, perfeccionista y responsable; el compromiso que suponía ese nuevo trabajo me desvelaba. ¿Y si llegado el momento no soy capaz de brillar como todos esperan?, ¿y si nadie se percata de mi presencia?, ¿y si por mi culpa no encuentran el portal donde ha nacido el dichoso niño?
—¿Estamos todas? —pregunté—. Bienvenidas a la reunión previa a la Navidad. Único punto del orden del día: votación para cambiar las incandescentes por leds.
Un murmullo rompió el silencio.
—Calma, luces —interrumpí—. Nos fundimos, nos cuesta llevar el ritmo de la intermitencia y no somos de exterior; es el momento de dejar el sitio a las nuevas generaciones.
Las contrarias a la jubilación anticipada no se calmaron, y es que las luces de Navidad disfrutan brillando una vez al año.
Ayer por la mañana fui a la consulta. La charla estuvo bien, porque me encanta conversar, pero me siento engañada. Todo el tiempo hablando de mis padres, de mi relación con ellos, de su relación entre ellos, del trato que tenían conmigo… Y, al final, nada. Como en cada ocasión, llega la hora y me voy por donde he venido, sin avanzar y con trabajo atrasado. Les tengo que decir a mis pacientes que son ellos los que tienen que hablar ¡y no yo!
−¡Ay, madre mía! No quiero mirar que si veo sangre me mareo.
El niño recién nacido iluminó la estancia con su sola presencia y un sinfín de gentes diversas no paraban de llegar con presentes. “Es el salvador”, decían.
−¿Pero a qué viene tanto revuelo?
−No tengo ni idea, amigo asno, pero pon la mejor de tus sonrisas porque creo que vamos a pasar a la historia.
Empezaba el curso en un nuevo centro, en una nueva ciudad. Había aprobado las oposiciones de docente y me sentía feliz, aunque tantas novedades me inquietaban dada mi extrema sensibilidad.
La búsqueda de alojamiento fue toda una odisea; y pensar que a mi edad tendría que volver a compartir piso… Era como volver a mis tiempos en la facultad.
La mudanza, la convivencia con mis compañeras de piso, trabajar con el equipo docente… todo eso fue más fácil de lo que imaginé, solo me quedaba conocer a mi nuevo alumnado.
Al entrar en el aula todavía vacía, un inesperado aroma de regaliz me acarició el rostro. Cerré los ojos y alcé el mentón con la intención de retener el recuerdo que me evocaba. Ese aroma me transportó muy lejos de allí, atrás en el tiempo; un tiempo en el que yo me situaba detrás de uno de esos pupitres alineados y no frente a ellos. Un curso concreto en el que todo fue nuevo: el paso de primaria a secundaria, la llegada a un centro diferente, el volver a hacer amigas. Un año especial, en el que descubrí que esa sensibilidad que me caracterizaba no era una debilidad, y eso cambió mi vida para siempre.
***
Se aproximaba el final del primer trimestre, justo antes de las vacaciones de Navidad, y en mi nuevo instituto se hacía una especie de juego llamado «amigo invisible». A cada uno nos tocaba un compañero o compañera a quien tendríamos que hacer un regalo el último día de clase. Pero, en los días previos, debíamos dejar pistas sobre quiénes éramos, sin ser demasiado evidentes, para causar expectación. Me pareció algo muy divertido, aunque me advirtieron de que no todo el mundo perdía su tiempo en hacer esas pistas.
Llegué a clase frotándome los ojos, en un intento por sacudirme el sueño de encima. Además, me tocaba matemáticas a primera hora y odiaba esa asignatura con todas mis fuerzas. No entendía nada, era como si mi mente no fuera capaz de traducir los números y su relación entre ellos. Era agotador.
Me senté con desdén en mi sitio y al meter las manos en el cajón para sacar el libro, algo inusual captó mi atención: ¡Era una nota! Un pedacito de papel cuadriculado, manuscrito y muy bien doblado. Lo abrí como quien manipula una bomba a punto de estallar y lo leí con más atención de la que nunca pondría en los problemas de mates.
«Hola, soy tu amigo invisible y esta es la primera pista: Soy muy tímido. Espero que esta chuche te anime el día».
Volví a hurgar en el cajón y encontré un regaliz rojo, de los que van enrollados en sí mismos formando una especie de espiral deliciosa. Esbocé una sonrisa tonta y me comí el dulce antes de que llegara la profe.
Al día siguiente, volví a encontrarme con otra nota y, de nuevo, iba acompañada de un regaliz rojo. La pista decía:
«Odio las mates y mi asignatura preferida son las ciencias sociales».
¡¿Y quién no odia las mates?!, me dije confirmando lo que yo misma pensaba.
Cada mañana me levantaba con gran entusiasmo para leer las pistas de mi amigo invisible y comerme la chuche que nunca faltaba. Los pedacitos de papel olían a regaliz rojo y ese aroma había empezado a anidar en mi cajón y en todas las libretas y libros que estaban en él.
Un día la nota llevaba un mensaje que se contradecía con el dulce aroma del regaliz rojo:
«No tengo amigos y siempre juego solo a la hora del recreo».
Esa confesión me hizo entristecer.
¿Cómo una persona tan detallista podía no tener amigos?
Entonces decidí romper las normas del juego y responder a su nota.
Le escribí que yo sería su amiga. Si me decía dónde estaba a la hora del recreo iría y jugaría con él.
Ese mismo día, después de la agotadora clase de educación física y antes del descanso, me encontré con una respuesta:
«Siempre estoy en el ático del ala norte. Allí hay muy buenas vistas del recreo».
¿Qué demonios hacía en el ático? No nos dejaban subir allí. Y, además, ¿cómo había podido responderme si estábamos en el gimnasio?
Aparté esos pensamientos de mi mente, las ganas de saber quién era fueron más fuertes que las dudas. Así que cogí el bocata, el abrigo y me dirigí al ático.
Subí todos los peldaños casi sin respirar —cuatro pisos—, era como si tuviera miedo incluso de pensar en lo que estaba haciendo, pues muy probablemente me acobardaría y daría media vuelta si me lo planteaba dos veces. Pero seguí adelante. Así llegué al último piso, hasta toparme con una puerta de madera muy envejecida que estaba medio abierta. La empujé con temor, sabiendo que estaba incumpliendo las normas, pero a la vez con una curiosidad demasiado tentadora para dejarla pasar. ¿Quién sería mi «amigo invisible»?
El ático hacía a sus veces de almacén, con lo que estaba lleno de cajas y trastos viejos. Al fondo había unas ventanas con los cristales muy sucios, me acerqué a ellas y, efectivamente, daban al patio. Mientras estaba asomada mirando hacia abajo, una voz a mi espalda me sobresaltó.
—Gracias por venir —me dijo él con vergüenza.
De forma instintiva me giré, pero no había nadie.
—¿Por qué te escondes?
—No sé… Es que nadie excepto tú me había hecho caso.
—No seas tonto. Quiero verte.
—¿Me prometes no salir corriendo?
—¿Por qué tendría que salir corriendo?
Al tiempo que decía eso, una figura apareció frente a los pupitres antiguos que se apilaban en un rincón. Desde luego, no era un compañero de mi clase. Se trataba de un niño muy delgado y el color morado de sus ojeras destacaba sobre su tez grisácea. Su vestimenta me recordó a los uniformes que antaño habían llevado los alumnos de los colegios privados. Además, su perfil estaba difuminado, como si una fina niebla lo envolviese, como si no fuera tangible, real.
Solo entonces fui consciente de lo que estaba ocurriendo: mi «amigo invisible» era un espíritu y yo tenía un don.
El pequeño Timmy estaba asomado a la ventana de su habitación. Los copos de nieve habían empezado a caer hacía rato y una capa blanquecina cubría todas las superficies visibles. Iba descalzo, pero la emoción del momento no le dejaba notar el frío. Llevaba su pijama de franela preferido, estampado con unos graciosos renos de rojas y grandes narices. Se aguantaba de puntillas en el quicio de la ventana, mientras su rostro, pegado en el gélido cristal, dejaba marcado el vaho de su respiración agitada.
Debajo de su cama ya revuelta, se podían intuir algunos envoltorios vacíos de chocolatinas, junto con unos cuantos juguetes esparcidos por doquier. Su osito de peluche, al que dormía abrazado todas las noches, reposaba boca abajo al lado de su almohada. Y en los pies de la cama, encima de la colcha tipo patchwork que había tejido la abuela para él, se acurrucaba Remus, su gato blanco perlado.
Era la víspera de Navidad y Santa Claus no podía tardar mucho en llegar… Y aunque le habían dicho que los niños debían estar durmiendo cuando Él llegara, sino no les dejaría regalos, Timmy iba a arriesgarse a quedarse sin presentes, pues quería ver a ‘Santa’ con sus propios ojos.
Durante la cena había dejado escapar, de forma premeditada, algún bostezo más exagerado de lo normal. Había pensado que, si demostraba que tenía mucho sueño, no levantaría sospecha alguna. Después cenar, Timmy ayudó a su padre a preparar un gran vaso de leche y unas cuantas galletas para obsequiar a ‘Santa’ por su esfuerzo. Y comprobaron que los largos y coloridos calcetines, que colgaban de la chimenea, lucían el nombre bordado de sus propietarios de forma bien visible.
Cuando por fin su madre lo arropó en la cama y le leyó un fragmento de su libro preferido, él no tardó en hacer ver que se dormía de forma plácida. Antes de eso, su madre se apresuró a recordarle que esa noche debería dormir más profundamente que nunca, puesto que no quería que se quedara sin regalos. Timmy asintió a la vez que dijo “Tranquila, mami, que hoy tengo mucho sueño”. Pero sus intenciones eran otras…
Su ‘plan’ era sencillo: permanecería en su cuarto hasta que todos estuvieran dormidos y bajaría al salón a esconderse a la espera de su mágico ídolo. Después de echar un vistazo por la ventana, para comprobar si veía algún movimiento o sombra no habitual, se dirigió con sigilo a la escalera que le llevaría al piso de abajo. La moqueta granate que cubría las escaleras le calentaron momentáneamente los pies desnudos. Lo que no esperaba, es que la madera vieja sonara tan fuerte a causa de su peso. Durante el día no era consciente de que las escaleras emitieran ese quejido cuando alguien las pisaba. Se paró en seco, y escuchó atentamente el silencio, para comprobar que nadie se había despertado. Unos segundos después, retomó su descenso. Y en cuanto llegó al salón, se encontró con su segundo contratiempo: la abuela estaba dormida en la mecedora de enfrente de la chimenea. En un primer momento pensó en “abortar la misión”, pero recordó que a su madre siempre le costaba mucho despertarla por las mañanas, porque la abuela usaba audífonos y por la noche se los quitaba. Así que no sería un problema.
El escondite en el que había pensado, era justo debajo de la mesa que estaba al lado del sofá. Disponía de unos faldones que podría levantar para pillar a ‘Santa’ in fraganti. Así que, se coló debajo y se sentó con las piernas cruzadas a esperar el gran momento. Pasados unos minutos, que se le antojaron eternos, se dio cuenta de que iba a ser una ardua tarea, pues el sueño empezaba a hacer mella en él y sus párpados parecían incapaces de quedarse alzados.
Un ruido lo sacó de su ensoñación, era Remus que se acurrucaba en su regazo mientras ronroneaba. Timmy levantó el faldón para comprobar que todo seguía igual, pero se percató de que la leche y las galletas ya no estaban, y los calcetines se veían extrañamente abultados. ¿Cómo era posible? ¡Solo había cerrado los ojos un instante! ¡Realmente ‘Santa’ era muy bueno haciendo su trabajo… no se había enterado de nada! Ahora tendría que esperar todo un año para volver a poner en práctica su plan de ver a Santa Claus con sus propios ojos.
¿Qué andas buscando? ¿Qué es verdaderamente lo importante a entender y realizar? ¿Quién o qué eres? No somos, desde luego, el pensamiento. ¿Existe un yo separado e individual, o no es más que una imagen mental? ¿Qué son la mente, la conciencia, el Sí Mismo, la luz interior? Preguntas que apuntan a una "respuesta" mucho más profunda y real que lo meramente intelectual: Solo-Ser más allá de toda elaboración mental, discriminación, juicio, conceptualización, definición, categoría o dualidad sujeto-objeto. Una luz cegadora, incondicionada, que todo lo traspasa: la Mente Despierta, que a la vez es la No-Mente. La ausencia de sujeto y de todo registro mental. Todo sencillamente fluye
No se trata de nada sino de seguir viviendo dando una respuesta o una salida a ese vacío existencial original que está en el centro la galaxia llamada "yo".
Emociones, Poesía, Relatos, Carteles, Fotografías. Un doblado, "doblao" en Aracena, el pueblo de mis padres, es un lugar de la casa, en la parte más alta, bajo el tejado, al que se accede por una angosta escalera. Es un espacio no habitable donde se almacenan objetos viejos o de poco uso, y también algunos alimentos, como patatas o cebollas, entre otros. En mi Doblao del Arte guardo mis creaciones, emanadas de mis sentimientos y vivencias, que entroncan con mi imaginación, mi pensamiento, mis emociones, mi presente y mi pasado, todo ello condicionado por mis raíces.