Sin aliento

Salgo de allí corriendo. No podía aguantar más su tono de voz. Mi respiración es entrecortada y el sudor está empapando mi espalda cuando alcanzo la puerta giratoria; nunca me había percatado de lo lento que va el dichoso mecanismo. Apoyo las manos en el cristal para hacer presión y que gire más rápido, pero desisto en cuanto veo al de seguridad mirándome con cara de pocos amigos.

Cruzo la avenida a toda prisa y sin mirar atrás. Necesito recuperar el aliento, así que me refugio en un callejón. Saco mi móvil del bolsillo, tengo una llamada perdida de hace poco. En plena discusión acalorada ni siquiera he escuchado el sonido. Aunque era imposible que escuchara otra cosa que no fueran los gritos que vertía sobre mí el cretino de mi jefe. Yo tampoco me he quedado corta. Le he dicho todo lo que llevaba dentro y lo había estado guardando durante largo tiempo, así que me ha salido todo a borbotones y sin freno.

Todo se remonta a hace dos meses, cuando me encargó que cubriera la noticia sobre un asesinato que tuvo mucho revuelo mediático. Seguí el curso de la investigación a conciencia e invirtiendo más horas de las debidas, entrevisté a todas las personas relacionadas con el asunto e incluso me hice con información privilegiada sobre el caso, gracias a que el investigador al mando de la operación está coladito por mí y con un poco de coqueteo no me fue difícil sonsacarle cierta información clasificada. El caso quedó sin resolver: se encontró el cuerpo, se halló el arma homicida, se determinó la causa de la muerte,… pero no dieron con el culpable. Aun así, mi artículo quedó perfecto y ese día nuestro periódico fue el más leído de la ciudad.

Entonces, ayer se encontró otro cuerpo y mi “informador predilecto” (a quien, por cierto, he decidido dar una oportunidad dejando que me invite a cenar el sábado), me dijo que la forma de la muerte era sospechosamente similar que en el caso anterior. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie. La noticia tenía que ser mía, era lo más obvio. ¡Pues, no! Resulta que mi jefe cree que estoy demasiado implicada con el caso y que además, ha escuchado rumores sobre que tengo un lío con un detective y eso da mala imagen para el periódico. “La reputación del periódico es lo primero”. No ha parado de repetir hace un momento. ¿Qué? ¿Y él se incluye en esa reputación? Porque resulta que está felizmente casado, pero tuvo una aventura con su secretaria que fue un escándalo. Y hace apenas tres semanas me hizo proposiciones indecentes, que yo rechacé, claro. ¿O es que él no cuenta a la hora de salvaguardar la honra del periódico?

En fin, no se debió tomar bien que le rechazara entonces y ha aprovechado la ocasión para vengarse y echarme. Pero yo le he querido dejar un recuerdo… Antes de irme corriendo de allí, le he partido la ceja con el libro de recetas de mi difunta abuela que tenía guardado en la oficina. Es lo único que me he llevado con las prisas. Creo que ahora voy a tener más tiempo para cocinar.

Lídia Castro Navàs

 

Aroma de coco

Cuando despertó, todavía estaba allí. Tenía los ojos aún cerrados pero percibió el inconfundible aroma de su piel. Yacían desnudos, cubiertos solo en parte, por una sábana de lino blanca. Dormían de lado y él tenía su rostro casi rozando la sensual espalda de su compañera. Inspiró profundamente: olía a coco. Ese era el aroma que desprendía su morena y tersa piel. Normalmente, su dermis era más bien rosada, aunque en verano adquiría ese tono bronceado que tanto le atraía. Alargó los dedos con sumo cuidado y la acarició suavemente. Su tacto se le antojó ardiente y por un momento tuvo el impulso de abrazarla entera, pero se frenó para dejarla descansar y así admirarla mientras dormía. Era la primera vez que podía hacerlo y lo estaba deseando.

Las curvas de su cuerpo se veían pronunciadas dada la posición. Su brazo derecho reposaba en el costado y la mano le caía hacia adelante en la zona de la cadera. La línea de la columna se le marcaba ligeramente a lo largo del dorso. Él la ascendió con la mirada, hasta toparse con un pequeño tatuaje que se mostraba en su hombro derecho. Sus rizos rojizos caían por su cuello de forma desordenada. Le encantaba juguetear con ellos cuando tenía ocasión, por eso puso el dedo índice en el interior de un bucle, sin llegar siquiera a tocarla. Ella no siempre se lo permitía. De hecho, no le gustaba demasiado que le palparan el cabello. Del carnoso lóbulo de su oreja colgaba una libélula plateada. Eran sus pendientes especiales, decía ella.

Esa noche había sido, sin duda, especial.

Encima de la mesilla todavía estaban la botella de cava vacía y el bol que había contenido unas exquisitas fresas. De debajo del bol asomaba el billete de avión que él había cogido sin pensarlo dos veces, para darle una sorpresa.

¡Y vaya si la había sorprendido!

Mientras rememoraba esos instantes, de repente, ella inspiró profundamente y, a la vez que exhalaba, se giró hacia él. Pudo observar cómo sus perfiladas pestañas se entreabrían y dejaban al descubierto esos ojos castaños, con matices dorados, que tanto le gustaban.

−Buenos días −dijo ella al tiempo que una adorable sonrisa se dibujaba en sus labios.

Estiró los brazos hacia él, hundió el sonrojado rostro en su pecho y se fundieron en un abrazo cálido y tierno. Se quedaron así, entrelazados, en silencio, disfrutando de su primer despertar juntos.

Lídia Castro Navàs

Entrada para participar en el reto Inventízate del blog: El libro del escritor.

Un golpe afortunado

Caminaba por la angosta calle empedrada. Mis pies, enfundados en unas botas, luchaban por no resbalar. Eran casi las cuatro de la tarde pero la luz del día ya se apagaba, además una cortina de lluvia perturbaba mi visión. Sin poder evitarlo, me golpeé la pierna con un saliente. Me desestabilicé y mi tobillo se dobló por completo.

Las costuras de mi impermeable cedieron y dejaron mi espalda empapada. Por suerte, ya llegaba a casa. Abrí la puerta del zaguán y me despojé de todo lo que me cubría. Entré en casa y me estremecí al sentir la calidez del fuego. Acerqué mis ajadas manos a la chimenea y observé con atención la pierna dañada. Un morado asomaba en mi espinilla. Y en el tobillo había aparecido un bulto del tamaño de un huevo. Fui a por unos cubitos de hielo para bajar la inflamación, pero no tenía. Olvidaba que la casa carecía de congelador, solo tenía una nevera de pequeño tamaño. Con el clima del lugar, se conservaba todo perfectamente sin necesidad siquiera de refrigeración.

Empezaba a sentir un dolor agudo, así que busqué un analgésico.

-—¡Maldición! —bramé.

Solo encontré un blíster vacío dentro de su caja de cartón. No era muy partidaria de tomar medicinas, pero en ese momento hubiera pagado cualquier cosa por un ibuprofeno —o por una bolsa de guisantes congelados—. El dolor era tal, que ya no podía apoyar siquiera las puntas de los dedos en el suelo.

Vivía en ese pueblecito pesquero, aislado de la civilización, desde hacía tres meses, cuando decidí cambiar mi vida por completo. En ese momento, me pareció una mala decisión. Afortunadamente, mi vecina, la que remendaba las redes en el puerto, me había dicho que el boticario solía hacer visitas a domicilio si era necesario. A falta de un médico cercano, era una buena alternativa. Lo llamé. Una cándida voz de anciano me respondió y me dijo que en seguida mandaba a su aprendiz a traerme una pomada, que seguro aliviaría mi torcedura.

Al cabo de unos treinta minutos, que se me antojaron eternos, alguien llamó a la puerta. Ya vestida con mis mejores ropas de franela, abrí y me topé con un joven empapado que sostenía una bolsa. Por su altura y robustez deduje que era o había sido militar. Le hice pasar y le presté una toalla. Se ofreció a reconocerme el tobillo; había estudiado primeros auxilios en su paso por la marina. Sus grandes manos cogieron con extrema delicadeza mi tobillo. Su tacto era cálido y agradable. Me estremecí y aparté la mirada avergonzada, esperando que no se diera cuenta. Me untó la pomada y se puso en pie con la intención vacilante de marcharse.

Era la primera vez en mucho tiempo que agradecí la compañía de alguien. Deseaba que se quedara más, pero era incapaz de pedírselo.

Cuando se dirigía a la puerta, la tetera empezó a pitar.

¿Te apetece un té? —dije sin pensar.

—Claro —respondió con una sonrisa.

Lídia Castro Navàs

Una mañana diferente

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«La lechera» de Johannes Vermeer

Mis mañanas eran anodinas: me levantaba al alba, ordeñaba a las cabras, recogía los huevos, iba a la fuente… Realizaba todas las tareas de forma mecánica, mientras de fondo podía escuchar el repique del martillo del herrero. Lo que menos me gustaba era atropar a los cerdos para darles el forraje. Siempre buscaba alguna excusa para no hacerlo. Cuando mi madre volvía de la aceña, con la harina a punto, preparábamos el desayuno.

Ese día, me sentía con ganas de transgredir mi monotonía, así que añadí limón a mi vaso de leche y el brebaje resultó ser… diferente.

@lidiacastro79

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Perdido en sus recuerdos

El anciano encontró las llaves en la caja metálica donde guardaba las galletas danesas que tanto le gustaban. No recordaba haberlas dejado ahí, no era el sitio habitual, pero últimamente su memoria tenía muchas lagunas.

—¡Qué terribles los estragos de la edad! —suspiró mientras se dejaba caer en su sillón, con cuidado de no forzar demasiado sus frágiles rodillas.

Se avergonzaba al reconocer que no sabía qué había tomado para desayunar ese mismo día. Sin embargo, era capaz de recordar perfectamente el olor del ambiente, el día en que vivió su primer bombardeo. Tan solo tenía diez años cuando estalló la guerra, pero aún tenía presente ese fatídico día cuando los aviones enemigos bombardearon su pueblo.

Las sirenas empezaron a sonar de forma atronadora. Corrí y corrí. No paré hasta llegar al refugio antiaéreo que se encontraba al final de una calle, excavado directamente en la roca. La entrada era pequeña y abovedada, igual que el resto del espacio: un largo pasillo, no muy ancho, bastante bajo de techo y con el suelo de tierra. Yo mismo había colaborado en las tareas de construcción. Con ayuda de una carretilla, transporté las piedras de la voladura de la montaña. Así fue como consiguieron perforar la roca. Luego, se vació de escombros y el espacio resultante se acondicionó mínimamente. Unas banquetas en hilera aguardaban en el lado izquierdo, mientras que en el derecho, colgaban de la pared, de forma improvisada, algunas bombillas que parpadeaban al son de las sirenas.

El polvo suspendido en el aire dificultaba la respiración, aunque allí dentro, la manteníamos contenida. Parecía como si todo el mundo la aguantara, para que el peligro pasara más rápido. Del mismo modo, el silencio era casi sepulcral. Solo se escuchaba el ruido exterior. Y las miradas llenas de pánico, en las caras de la gente, ponían los pelos de punta.

Polvo, humedad y miedo. Ese era el olor del ambiente que se podía respirar en el refugio. Un olor que no era fácil de olvidar por muchos años que pasaran…

El anciano abrió los ojos. Por un momento, había perdido la noción del tiempo. Se sentía un poco aturdido. Estaba sentado en su mullido sillón orejero y en sus manos tenía unas llaves. Desgraciadamente, no recordaba qué abrían, ni qué iba a hacer con ellas. Así que se quedó sentado, mirando a la nada y volvió a perderse en sus recuerdos.

Lídia Castro Navàs


Relato basado en hechos reales vividos por mi abuelo durante la Guerra Civil española.

En el museo

Robert estaba haciendo su ronda por el museo. Como de costumbre, intentaba no estarse quieto en el lateral de una sala o sentado en un rincón de una de las galerías. Recorría todo el museo durante su larga jornada. Se conocía cada pieza expuesta, cada cuadro colgado. El museo era su segunda casa.

Por circunstancias de la vida, él no había tenido la posibilidad de estudiar más allá de la educación básica obligatoria, aunque era una persona inquieta y con ganas de aprender. Por suerte, el destino le brindó la oportunidad de trabajar rodeado de cultura y eso satisfacía sus ansias de conocimiento.  

Le gustaba escuchar las explicaciones de los guías que acompañaban a los grupos de turistas o escolares. Y, cuando su tiempo libre se lo permitía, leía acerca de las obras y los autores que más le llamaban la atención.

Lo que más ilusión le hacía era cuando llegaba al museo una exposición itinerante, ya que así ampliaba su horizonte cultural. Y hoy estaba especialmente excitado pues se iba a inaugurar una nueva exhibición temporal de la temática que más le atraía: el antiguo Egipto. Se trataba de una muestra sobre el mundo de la muerte y estaba compuesta por sarcófagos finamente decorados, ricas y diversas piezas de ajuar y momias —¡momias de verdad, con sus vendas y todo!—. Nunca había tenido la oportunidad de ver momias de tan cerca, así que su exaltación era justificada.

Antes de la apertura de las puertas al público, quiso recorrer el espacio, aún vacío de visitantes, y contemplar con tranquilidad todos los objetos exquisitamente dispuestos en las vitrinas. Cada pieza iba acompañada de un cartelito explicativo con su procedencia, antigüedad, uso… Estaba admirando unos ungüentarios de alabastro muy atentamente, cuando notó que sus pies pisaban algo poco habitual en el suelo de mármol del museo. Arena. Su mirada se trasladó al suelo y extrañado pudo ver que una fina capa de arena dorada cubría el pavimento. Instintivamente llevó su mano hasta la arena, que parecía proceder del desierto, y en cuanto las yemas de sus dedos entraron en contacto con ella, todo se desvaneció.

Cuando intentó abrir los ojos, quedó cegado por la intensidad de la luz del mediodía. Se encontraba tumbado en un suelo polvoriento y se sentía aturdido. ¿Acaso se había desmayado? El ambiente que se respiraba era seco y extremadamente cálido. Soplaba un fuerte viento que presagiaba una tormenta de arena.

Con un gran esfuerzo se incorporó y, cuando sus pupilas se acostumbraron a la claridad, empezó a percibir lo que le rodeaba: solo podía ver montones de arena dorada y un inmenso cielo azul presidido por un imponente sol.

¿Dónde estaba? Una idea cruzó su mente como un rayo. ¡No podía ser! Se levantó y pudo ver la entrada a lo que parecía un túmulo. Quiso resguardarse del abrasador sol y del molesto viento, así que descendió por la rampa que daba acceso a una antecámara de paredes de piedra, repletas de inscripciones muy coloridas, como si estuvieran recién hechas. No tenía ninguna duda, los relieves no eran sino, jeroglíficos, y el lugar donde se encontraba, tenía que ser una tumba aún sin usar.

Escuchó ruido de pasos y el pánico se apoderó de él. Se escondió en la cámara anexa, donde un gran sarcófago de piedra ocupaba gran parte del espacio. La tapa del sepulcro reposaba en el suelo y el interior estaba vacío. Desde donde estaba, vio cómo un grupo de hombres, vestidos con taparrabos blancos, y completamente rapados, transportaban objetos de uso cotidiano y los iban depositando en la antesala. Debían ser piezas de un ajuar mortuorio. A Robert le sobrevino un pavor incontrolable y empezó a temblar. ¡Estaba en el antiguo Egipto! Se agachó en una esquina y se quedó paralizado, sin saber qué hacer. Entonces, al posar sus manos sobre el suelo, sin esperarlo, todo se volvió a desvanecer.

Mike, el cartero del museo, lo hizo volver en sí dándole unas palmaditas en la cara.

—¡Despierta, tío! Te has desmayado… —dijo con su particular voz de loro. Su habla se asemejaba a la de un loro de esos que aprenden a hablar. Muy gutural y chillona.

Robert estaba tumbado en el frío suelo del museo. Por suerte, no se encontraba en el antiguo Egipto, pero… ¿había estado realmente allí?

Lídia Castro Navàs

Todas las flores tienen espinas

Y al ver tan bella flor, quise oler su perfume. Con mi mano desnuda me la acerqué al rostro. Pero enseguida pude notar como una gota de caliente sangre carmesí corrió hacia mi muñeca. Una de las espinas me había herido. Saqué el cuchillo del cinto que ceñía mi coraza, corté la flor y la despojé de todas las espinas con ayuda del filo de la hoja de acero. Entonces, me coloqué la flor entre mis rizados cabellos y me fui en busca de nuevas historias que contar.

#FeliçSantJordi2016

@lidiacastro79

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Oh primavera

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Foto: @SetahBastet

Danzando al son de una melodía etérea,

se le escapaba el tiempo por las comisuras.

Anhelando esa sensación de primavera,

para arrancarse las opresoras vestiduras.

Y al fin llegado el momento:

disfrute, gozo y embeleso.

¡Sentidos extasiados,

emociones afloradas,

represiones liberadas!

Oh primavera ansiada,

por fin colmas de luz mis recodos,

anestesias mis suplicios más hondos

y despiertas mi esencia invernada.

@lidiacastro79

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La tristeza

Como perderse en un bosque oscuro,

o en un tu propia realidad.

Como intentar salir de una prisión,

o de tu propia habitación.

Como respirar debajo del agua,

o ahogarte en tus propias lágrimas.

@lidiacastro79

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Una flor

flor marchita

Foto: Google images (retocada)

Una flor ennegrecida por el paso del tiempo,

aguarda impasible al soplido del viento,

ese que, sin piedad, de sus pétalos la despojará.

No teme a la muerte, ni siquiera a desaparecer,

porque después del olvido, volverá a renacer.

@lidiacastro79

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