Día de justa

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El camino había sido largo y pesado. Mis pies doloridos ya no aguantaban más pasos. Paré a descansar debajo de una higuera para resguardarme del fuerte sol del mediodía y aproveché para masajearme los pies.

Gracias al campesino, que muy amablemente me llevó en su carreta durante una parte del trayecto, había podido recuperar fuerzas para llegar hasta aquí. En mis ropajes aún habían restos de paja, llevaba las sandalias llenas de polvo. Por suerte mi sombrero, con una larga pluma de ganso, seguía lustroso. Y el rabel, que siempre llevaba conmigo, no había perdido su característico sonido.

Desde donde estaba, ya podía ver las imponentes murallas de la ciudad. Mi destino solo se encontraba a unas cuantas zancadas más. El ir y venir de gentes y mercancías anunciaban el bullicio imperante en la urbe, que se preparaba para el mayor torneo de la temporada. Caballeros de todos los reinos se daban cita para mostrar sus habilidades con las armas y la montura. Era el momento más propicio para dar a conocer mis nuevos poemas y cantares a las personas que allí se reunían. Eso me aseguraría cama y comida para unas cuantas jornadas.

Al cruzar las puertas, no tuve dificultad para llegar al centro de la población. Las estrechas y tortuosas calles llenas de barro se abrieron para dejar paso a la plaza pública porticada más grande que mis ojos habían visto jamás. A mano derecha se alzaban unas gradas de madera, decoradas con exquisitez, donde los nobles y gentes de bien gozaban de las mejores vistas del torneo. En un extremo, a mano izquierda, estaba el espacio preparado para la demostración del uso de la espada. En ese momento, dos hombres, profusamente sudados, se afanaban por demostrar su valía. En el otro extremo, unas grandes dianas redondas, ya estaban preparadas para recibir, nuevamente, las flechas de arcos y ballestas. El gran espacio alargado central, con una división de madera justo en medio, al estilo de espina de un circo romano, era el destinado a la justa. El suelo, que había sido cubierto con tierra fina y seca, aguardaba el momento para ser pisoteada por las herraduras. Finalmente, presidiendo majestuosa todo ese escenario, se encontraba la catedral.

En ese preciso momento resonaron las campanas anunciando el inicio de la justa. Los nervios y la expectación se podían notar en el ambiente. Había llegado justo a tiempo.

Los dos caballeros que se iban a batir en duelo estaban preparados cada uno en un lado de la pista. Frente a frente. Ataviados con sus brillantes armaduras y sosteniendo las pesadas lanzas con una mano, mientras que con la otra llevaban cogidas con fuerza las riendas del caballo, esperaban para clavar las espuelas al agitado animal.

El pañuelo de seda tocó el suelo. Esa era la señal. Una gran nube de polvo se levantó a la vez que cada caballo se puso en marcha. El silencio se hizo en la plaza. La mayoría de los allí congregados mantuvieron la respiración por un instante. Al momento, un fuerte golpe seco acabó con el silencio reinante. Uno de los dos contrincantes recibió el impacto y quedó malherido. ¡Ya había un ganador! ¡En solo una ronda! Era algo casi inaudito.

El trofeo lucía bajo la luz del sol en la grada, donde la hija del conde esperaba para entregarlo al ganador con los nervios a flor de piel.

El caballero, todavía escondido bajo su yelmo, se dirigió triunfador hacia allí, recibiendo vítores a cada paso que daba. A la altura del palco, frenó su caballo y desmontó con brío, al tiempo que colocó las manos bajo su cuello para alzar el casco con penacho. Todos los presentes mostraron su asombro cuando una larga cabellera pelirroja apareció tras la armadura. ¡Se trataba de una hermosa y joven amazona! El alguacil, tras un momento de aturdimiento y vacilación, llamó a la calma de los asistentes y dio la palabra al conde, quien tendría que decidir si la justa había sido válida.

El conde, con cara de desconcierto, se alzó de su silla y no pudo pronunciar palabra, al reconocer en la joven ganadora, a su hija ilegítima.

Lídia Castro Navàs

Sabias palabras

La noche había caído ya. La oscuridad cubría todos los recovecos del valle, a excepción de las zonas cercanas a los tipis, que estaban iluminadas por algunas antorchas clavadas en el suelo.

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Los cazadores principales de la tribu habían vuelto con las presas colgando de sus caballos y la cabeza bien alta de orgullo. Mañana era un día importante. Un nuevo miembro sería iniciado en la “caza del búfalo”. Era una dura prueba y tenía que superarla si quería formar parte de la élite y hacerse un nombre entre los ojeadores más aventajados.

En la tienda común, el fuego central ya estaba encendido. Se escuchaba el crepitar de la leña seca desde varios metros de distancia. El verano hacía varias lunas que había dejado paso al otoño y las noches empezaban a ser frías. No tardarían en caer los primeros copos de nieve de la temporada, que cubrirían todo con un blanco e inmaculado manto. El gélido invierno acabaría por helar las partes menos profundas del río donde pescábamos los deliciosos salmones. Y coincidiría con el recogimiento de los osos pardos, a los que ya no volveríamos a ver hasta la próxima primavera.

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Hoy era día de reunión y todos se encaminaban, cuál gotas de una lluvia muy esperada, hacia la asamblea. Yo también me uní a ellos. Al entrar en la tienda, la calidez del fuego y el olor de la salvia blanca quemándose despacio, me hicieron inspirar profundamente. Como siempre, el jefe del clan y el hechicero presidían la sesión con gran solemnidad y todo el mundo allí congregado aguardaba con respetuoso silencio a la espera del inicio de la ceremonia.

Fue el hechicero el primero en intervenir. Pronunció unas palabras rituales a modo de canto acompañado por la percusión de los tambores. A continuación, habló el gran jefe, sentado en el suelo con las piernas cruzadas y el posado serio. Nadie esperaba lo que iba a decir…

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El hombre blanco amenaza la paz y la integridad de la madre tierra, la que nos sustenta y nos da cobijo. Trae consigo, muerte y destrucción… Cargado con esas mortíferas armas de fuego que arrebatan la vida de aquellos que se ponen enfrente para defender la naturaleza…

Se hizo un murmullo casi imperceptible que acabó con el silencio reinante.

“...¿cómo puede el hombre blanco querer poseer algo que no tiene dueño? Somos los hombres los que pertenecemos a la tierra y no al revés… ¿Cómo se pueden poseer los rayos del sol, o la luz de la luna, o la fuerza de las corrientes de agua? Debemos defender la seguridad de nuestra tribu y la integridad de nuestra madre, la tierra, de nuestros hermanos, los animales… El misterio se cierne sobre nosotros. El futuro es ahora incierto… La vida ha terminado. Ahora empieza, la supervivencia.”

– El momento de actuar ha llegado -Pensé para mí.

@lidiacastro79

Entre estrellas

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Foto: @SetahBastet

Habíamos ido a observar las estrellas. Llevábamos preparando nuestra escapada astronómica más de tres semanas. Lo teníamos todo previsto: la tienda de campaña y los sacos de dormir listos, el telescopio preparado, la nevera llena de provisiones. Sin olvidar el termo de té, indispensable para hacer pasar el frío y aguantar hasta altas horas de la noche sin bostezar. Una gran emoción nos invadía el pecho haciéndose paso a través de nuestras almas.

El lugar escogido era inhóspito y a la vez ideal. Un bosque solitario y apartado, lejos de la civilización y sin contaminación lumínica que estropease nuestro más ansiado propósito: observar las estrellas en calma y trasladarnos hasta el cielo a través del objetivo del telescopio.

Al llegar a nuestro destino, el sol ya se estaba poniendo y los árboles mortecinos proyectaban unas inquietantes sombras espectrales. El suelo húmedo estaba lleno de hojas recién caídas y algunas ramas secas crepitaban bajo mis botas.

La superficie del lago, junto al que nos disponíamos a acampar, reposaba imperturbable. Una fina capa de vegetación muerta recubría toda su superficie, dándole un aspecto de manto orgánico en proceso de descomposición.

Con la caída de la noche, acompañada de toda clase de sonidos turbadores, llegó el momento esperado. Apagamos la luz de gas y acercamos nuestros ojos al cielo, en silencio, disfrutando del instante irrepetible.

Un sonido casi terrorífico heló nuestra sangre, a la vez que perturbó nuestra paz…. Los dos levantamos las cabezas al unísono y con incredulidad pudimos observar un espectáculo inefable. Una cegadora luz surgía de las oscuras y profundas aguas del lago, a la vez que iluminaba todo a su alrededor de forma inevitable. La incertidumbre por el origen de tan extraño fenómeno nos abordó súbitamente. La luz ascendía lenta e irremediablemente, como un espíritu que intenta alcanzar la eternidad. Hacia al cielo. Cada vez más lejos. Nuestro asombro no cesó hasta que, la cada vez más pequeña luz, llegó al cielo y se reunió con la multitud de estrellas.

Acabábamos de presenciar algo inexplicablemente bello.

Lídia Castro Navàs

Con sus propios ojos

El pequeño Timmy estaba asomado a la ventana de su habitación. Los copos de nieve habían empezado a caer hacía rato y una capa blanquecina cubría todas las superficies visibles. Iba descalzo, pero la emoción del momento no le dejaba notar el frío. Llevaba su pijama de franela preferido, estampado con unos graciosos renos de rojas y grandes narices. Se aguantaba de puntillas en el quicio de la ventana, mientras su rostro, pegado en el gélido cristal, dejaba marcado el vaho de su respiración agitada.

Debajo de su cama ya revuelta, se podían intuir algunos envoltorios vacíos de chocolatinas, junto con unos cuantos juguetes esparcidos por doquier. Su osito de peluche, al que dormía abrazado todas las noches, reposaba boca abajo al lado de su almohada. Y en los pies de la cama, encima de la colcha tipo patchwork que había tejido la abuela para él, se acurrucaba Remus, su gato blanco perlado.

Era la víspera de Navidad y Santa Claus no podía tardar mucho en llegar… Y aunque le habían dicho que los niños debían estar durmiendo cuando Él llegara, sino no les dejaría regalos, Timmy iba a arriesgarse a quedarse sin presentes, pues quería ver a ‘Santa’ con sus propios ojos.

Durante la cena había dejado escapar, de forma premeditada, algún bostezo más exagerado de lo normal. Había pensado que, si demostraba que tenía mucho sueño, no levantaría sospecha alguna. Después cenar, Timmy ayudó a su padre a preparar un gran vaso de leche y unas cuantas galletas para obsequiar a ‘Santa’ por su esfuerzo. Y comprobaron que los largos y coloridos calcetines, que colgaban de la chimenea, lucían el nombre bordado de sus propietarios de forma bien visible.

Cuando por fin su madre lo arropó en la cama y le leyó un fragmento de su libro preferido, él no tardó en hacer ver que se dormía de forma plácida. Antes de eso, su madre se apresuró a recordarle que esa noche debería dormir más profundamente que nunca, puesto que no quería que se quedara sin regalos. Timmy asintió a la vez que dijo “Tranquila, mami, que hoy tengo mucho sueño”. Pero sus intenciones eran otras…

Su ‘plan’ era sencillo: permanecería en su cuarto hasta que todos estuvieran dormidos y bajaría al salón a esconderse a la espera de su mágico ídolo. Después de echar un vistazo por la ventana, para comprobar si veía algún movimiento o sombra no habitual, se dirigió con sigilo a la escalera que le llevaría al piso de abajo. La moqueta granate que cubría las escaleras le calentaron momentáneamente los pies desnudos. Lo que no esperaba, es que la madera vieja sonara tan fuerte a causa de su peso. Durante el día no era consciente de que las escaleras emitieran ese quejido cuando alguien las pisaba. Se paró en seco, y escuchó atentamente el silencio, para comprobar que nadie se había despertado. Unos segundos después, retomó su descenso. Y en cuanto llegó al salón, se encontró con su segundo contratiempo: la abuela estaba dormida en la mecedora de enfrente de la chimenea. En un primer momento pensó en “abortar la misión”, pero recordó que a su madre siempre le costaba mucho despertarla por las mañanas, porque la abuela usaba audífonos y por la noche se los quitaba. Así que no sería un problema.

El escondite en el que había pensado, era justo debajo de la mesa que estaba al lado del sofá. Disponía de unos faldones que podría levantar para pillar a ‘Santa’ in fraganti. Así que, se coló debajo y se sentó con las piernas cruzadas a esperar el gran momento. Pasados unos minutos, que se le antojaron eternos, se dio cuenta de que iba a ser una ardua tarea, pues el sueño empezaba a hacer mella en él y sus párpados parecían incapaces de quedarse alzados.

Un ruido lo sacó de su ensoñación, era Remus que se acurrucaba en su regazo mientras ronroneaba. Timmy levantó el faldón para comprobar que todo seguía igual, pero se percató de que la leche y las galletas ya no estaban, y los calcetines se veían extrañamente abultados. ¿Cómo era posible? ¡Solo había cerrado los ojos un instante! ¡Realmente ‘Santa’ era muy bueno haciendo su trabajo… no se había enterado de nada! Ahora tendría que esperar todo un año para volver a poner en práctica su plan de ver a Santa Claus con sus propios ojos.

Lídia Castro Navàs

Cual ave Fénix

Y me levanté de entre mis cenizas cual ave Fénix renacida. Y volví a extender mis alas con toda su magnitud, para alzar de nuevo el vuelo por el firmamento.

Solo poner los pies en el suelo, pude sentir como una energía renovada corría por mis venas a gran velocidad, nutriendo cada célula de mi organismo, fortaleciendo y, a la vez, acariciando cada recoveco de mi ser.

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Y con esa sensación tan armoniosa me dispuse a enfrentarme de nuevo a la realidad que me esperaba ahí fuera. No tan agradable como me gustaría y para nada armoniosa, incluso a veces desagradable y desapacible. Pero desde que salí de la academia, con la especialidad en criminología bajo el brazo, me había tocado jugar ese papel de persona resistente a todo y sensible a nada. Aunque así no era, en absoluto, como yo me sentía en realidad. Pero el paso de los años, las heridas infringidas por terceros y las cicatrices obtenidas a posteriori me habían ayudado a construir esa terca coraza que recubría mi verdadera sensibilidad.

Mi infancia no había sido muy corriente. Fui criada por mis tíos maternos, profundamente cristianos. Mi madre murió al darme a luz y mi padre, aún hoy, es un total desconocido para mí. La convivencia con mis nueve primos no fue sencilla. Todos ellos varones y todos ellos con edades diferentes a la mía. Aprendí mucho gracias a sus “bromas”. La lección que me dieron esas malas pasadas fue que no podía confiar en la versión de nadie y que todo el mundo, hasta el más cuidadoso de los mortales, deja un rastro tras de sí. Esa fue una habilidad que desarrollé ya desde muy tierna edad, para poder “resolver” quién me quitaba mis caramelos, escondía mis juguetes o hurgaba entre mis cosas más personales. Hoy en día, puedo enorgullecerme de salir airosa de esa etapa tan crucial de mi vida.

Sabía que la mañana no iba a ser plácida. Muchos casos, aún por resolver, aguardaban apilados encima de mi escritorio en la central. Y seguro que algún suceso nuevo se uniría a ese montón tarde o temprano. Siempre afrontaba de forma estoica todos y cada uno de los retos que la vida me iba colocando en el camino. Pero nunca tenía la certeza de hacer lo correcto en cada uno de los momentos. Esa incertidumbre me recomía por dentro, hasta el punto de venirme abajo. Como me había pasado la noche anterior, a causa de un caso que se nos presentó, bastante complejo y macabro. Y aunque durante la formación me habían preparado para cualquier cosa, creo que nunca llegaré a estar lo suficientemente preparada. Resultó que la víctima, de corta edad, fue hallada en un contenedor de pescado en un muelle del puerto. Maniatada, con el pelo revuelto y una venda que cubría sus ojos. Vestía un camisón de algodón blanco, de esos de manga larga y con bordados. Tenía un aspecto antiguo, de época. Me recordó a uno que había tenido yo de pequeña. Y eso me hizo estremecer. El camisón estaba hecho jirones y el color blanco, solo se intuía debajo de muchas capas de suciedad y algo de barro. Había llovido, como de costumbre, y era evidente que habían arrastrado el cuerpo en un momento u otro.

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La sola imagen del cuerpo sin vida me había causado gran conmoción, pero como siempre mi coraza me había protegido de expresar esas emociones frente al resto del equipo de investigación. La noche había sido larga y dura, siguiendo pistas falsas que no llevaban a ninguna parte y recopilando pruebas escasas con las que acababas topando con una pared. Y como siempre, llegaba derrotada a casa, con la moral por los suelos, frustrada y sin un ápice de energía en el cuerpo. El hecho de soportar el peso de mi coraza no era gratuito. Ello me costaba la pérdida de parte de mi luz interior. Y sabía que no podía permitirme eso. Las víctimas necesitaban mi luz para rescatarlas de la oscuridad.

Por suerte, durante el descanso, entre el sueño y la vigilia, conseguía recobrar todo el ímpetu perdido y resurgir de mis propias cenizas, cual ave Fénix.

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Lídia Castro Navàs

La huida

El bosque era muy espeso, las copas de los árboles no me permitían ver el cielo. Todo a mi alrededor daba vueltas. Los sonidos de la naturaleza se convirtieron en voces espectrales. Y entonces, llegó la noche y con ella la oscuridad total.

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Foto: Pixabay

Desorientada, sin saber qué peligros me acechaban en la oscuridad, comencé a caminar sin rumbo, con la esperanza de encontrar un lugar donde poder resguardarme. Los sonidos, transformados en una forma inhumana, arañaban mi mente desorientándome aún más, pero un pensamiento sobresalía por encima de todo aquel aquelarre de ruido y desconcierto: SOBREVIVIR

Había perdido la noción del tiempo, que inexorable ceñía la espada de Democles sobre mi temblorosa cabeza. Estaba desorientada y turbada por el incesante quejido de las bestias que acechaban desde la oscuridad. Y entonces la vi: una pequeña y brillante luz, que tímida me indicaba el camino de vuelta… Y, de nuevo, volví a sentir esa agradable sensación que hacía que todos mis miedos se desvanecieran lentamente.

Me dirigí hacia ella, tan rápido como mi cansado cuerpo me permitía. Tan próxima y a la vez tan lejana. Fui golpeándome varias veces en brazos y piernas, enredándome en ramas que parecían colocadas a propósito para que no llegara a la salida de aquella pesadilla. Cerca… ya casi podía notarla, sentirla sobre mí, ya podía apreciar cómo me envolvía con el resplandor de la salvación. Llegué cual corredor, atravesando las pocas ramas que me separaban del final del camino, como si de una cinta puesta en la meta se trataran, pero no me esperaba la gloria ni la fama, ni tan siquiera una salida, más bien todo lo contrario: decepción, frustración, rabia…

La luz, que tan ansiadamente intentaba alcanzar, precedía a un leve sonido que se convirtió en un rugido a medida que me iba acercando a ella. Esa luz no era mi salvadora… ¡Eran los faros del coche de mis captores! Sentí el desfallecer de mis fuerzas y caí sobre mis rodillas, derrotada. Ya no había salida. Me habían encontrado. Pero entonces recordé que solo se rendían los cobardes y, una vez más, recobré el ímpetu.

Si me querían, no sería por las buenas. Ya me había escapado de ellos una vez y podía volver a hacerlo. Deslumbrada por los faros, busqué por el suelo algo con lo que defenderme y por una vez la diosa fortuna quiso concederme una gracia: palpé lo que era una piedra, algo pesada y afilada por un extremo, la agarré con fuerza en mi mano y la mantuve escondida esperando el momento oportuno de usarla.

Mis reflejos corrían más que mis pensamientos, así que, casi sin pensar, me levanté de un salto y me escondí detrás de un tronco ancho y rugoso, justo antes de que el motor del coche dejara de rugir. Posé mi espalda contra el inmenso árbol y sentí cómo la humedad de la noche empezaba a caer. La luna llena se alzaba imponente en el cielo, la pude intuir gracias a que sus rayos traspasaban tímidamente la espesura de los árboles. Al mismo tiempo, noté como mi ropa, ligeramente impregnada en sudor, se me adhería al cuerpo como un imán. No tenía ningún plan concreto para enfrentarme a ellos; estaba improvisando peligrosamente. Y entonces, cuando estaba a punto de iniciar una nueva reacción, me sorprendió oír una voz amiga.

Me sentía traicionada. Ya no podía confiar en nadie. Me percaté de que el miedo me paralizaba por completo. ¿Y ahora qué? Tardé unos pocos minutos, que se me antojaron eternos, en poder reaccionar. Y cuando me disponía a salir corriendo en dirección contraria a las voces que escuchaba a mis espaldas, noté como una mano agarró mi brazo fuertemente y tiró de mí sin que yo nada pudiera hacer. Por un momento creí que era mi final… Pero resultó ser un cazador, que escondido en un arbusto cercano, a la espera de su presa, había presenciado mi huida desesperada. Él me ofreció refugio en su improvisado escondite hasta que las voces y los pasos cesaron y, de nuevo, el rugido del motor del coche inundó el silencio del bosque. Se iban.

Gracias cazador -pensé para mí. Estaba salvada.

Lídia Castro Navàs

Resurgir

Mi solitaria y anodina vida había tocado fondo.

En el transcurso del último año había perdido mi trabajo, que aunque fatigoso e insustancial, me ayudaba a pagar las facturas y a costearme mi dependencia al litio (cosa que me hacía más llevadera mi insignificante existencia). Hacía ya dos meses que no pagaba el alquiler de mi lúgubre apartamento y el casero me había advertido, no de forma muy civilizada, que un solo impago más y me quedaría en la calle. Así que había empezado a empaquetar mis pocas pertenencias en cajas de cartón, a la espera de ese fatídico día que no tardaría mucho en llegar.  

Mi padre, el único familiar con quien tenía contacto, había fallecido hacía un par de semanas a causa de una cirrosis crónica, que había acabado con él lenta y dolorosamente. No pudiendo costear el valor del entierro y demás, dada mi insolvencia, los servicios del hospital se habían hecho cargo de todo, pero no del modo que a mi me hubiera gustado. Solo me dejaron despedirme, mientras él reposaba en una camilla, cubierto hasta el cuello por una sábana azul, en un cuarto oscuro y frío. Había aceptado donar su cuerpo a la ciencia, a cambio de los gastos generados en su larga estancia allí. “Triste final”-pensé mientras firmaba los documentos. Su cara grisácea y arrugada, con un toque de rictus, me había hecho erizar todos los vellos del cuerpo, desde los pies hasta llegar a la nuca. Fue atroz quedarme con ese último recuerdo de mi padre. Aunque los recuerdos que tenía de cuando vivía tampoco eran muy alentadores: Ausente la mayor parte del tiempo durante mi infancia, había reaparecido cuando yo contaba con 9 años, borracho y enganchado a las tragaperras. Se dedicó a amargar la vida de mi madre y a sacarle todo el dinero que pudo, hasta que, poco después de su vuelta, ella decidió acabar con todo suicidándose en la bañera, mientras yo me encontraba en la habitación de al lado. Terrible trauma, el que me tocó vivir a tierna edad. Fue entonces cuando empecé a tomar litio y aún seguía conmigo, era lo más cercano a una relación duradera que había tenido nunca. Puesto que, aparte de algún escarceo que otro cuando era más joven, no podía hablar de ninguna relación seria en mi palmarés.

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Justo ayer, cuando ya creía que no podía “perder” nada más, eché de menos a Lucas. Un gato negro callejero al que acogí cuando solo era un cachorro y que aparecía una vez al día remoloneando por mi ventana en busca de refugio y comida. Hacía ya dos días que no recordaba haberlo visto… “¡Hasta mi gato me ha abandonado!” -pensé amargamente.

No pude evitar sentirme como un mísero despojo humano. Entonces cogí mi diario. Era más bien una libreta vieja multiusos, donde apuntaba la lista de la compra y también algunos pensamientos, cosa que me había recomendado mi psicólogo hacía ya algún tiempo atrás. Aunque no había escrito en él desde hacía años, tuve la necesidad de poner por escrito lo que sentía en esos momentos… Empecé a escribir y no pude evitar darme cuenta que lo que escribía era como una despedida… Sí, sería mi nota de suicidio “¿Por qué no?”-pensé. No me quedaba nada por lo que luchar, así que…

Cuando terminé la nota (corta y no muy agradable), cogí una de mis maquinillas de afeitar desechables y la desmonté con la intención de hacerme con una de las cuchillas. Con la fría hoja entre los dedos temblorosos, situé el filo cortante sobre mi piel, justo en la parte en que la mano se une al brazo. Llevé la cabeza hacia atrás, cerré los ojos (no quería ver la sangre) e inspiré hondo por última vez, al tiempo que presioné con toda la fuerza que pude contra mi muñeca… Y cuando esperaba sentir el dolor de la incisión y la cálida y pegajosa sangre borboteando a través de ella… nada pasó. Baje la cabeza con miedo y de reojo miré hacia mi muñeca. Estaba inalterable. No entendía qué había podido suceder. Yo había presionado con todas mis fuerzas. Entonces volví a intentarlo, pero con la vista puesta en lo que hacía y, con los ojos abiertos cual dibujo animado sorprendido, fui consciente de que mi piel era impenetrable.

¿Cómo era eso posible? Entonces, atónito, sentado en el suelo de madera desgastada de mi salón, empecé a hacer memoria de las veces que me había cortado, hecho un rasguño o simplemente dañado cuando era niño… Fui incapaz de recordar ninguna de esas cosas. Solo pude ver entre mis recuerdos, que un día mi madre me había colocado una tirita en la rodilla después de caer viniendo del colegio, pero ni siquiera recuerdo la sangre, ni el dolor… solo la vergüenza por haber caído enfrente de algunos de mis compañeros.

Con la vista puesta en la nada, una tímida sonrisa apareció en mi apagado rostro. ¡Esto lo cambiaba todo! Y por fin pude comprender unas palabras que leí en la nota de suicidio de mi madre donde me decía: “Siento dejarte solo. Cuando estés preparado, sal ahí fuera y lucha contra la oscuridad (…)”. Aunque no me había separado nunca de esa nota, nunca le hice el menor caso, pues pensé que eran las últimas palabras de alguien que se sentía agonizar en vida. Siempre la llevaba bien doblada en mi cartera, a pesar de que mi psicólogo me había dicho, en repetidas ocasiones, que me deshiciera de ella, para poder pasar página. Lo cierto es que me la aprendí de memoria mucho antes de que él me insistiera en destruirla, pero la llevaba conmigo a modo de amuleto.

¿Era eso posible? ¿Era mi misión en la vida aportar luz a la oscuridad? ¿Tenía un don que me permitiría luchar contra el mal y ayudar a hacer del mundo un lugar mejor? ¡Tendría que comprobarlo!

Y justo cuando todos esos pensamientos desbordaban mi mente, alguien tocó en mi puerta, a la vez que pasaba una carta por debajo de la misma. Me acerqué a buscar lo que parecía un sobre normal con mi nombre delicadamente manuscrito en el anverso. Lo abrí. Había dinero y una nota escueta: “¡Ya estás preparado. Sal ahí fuera!”. Me estremecí.

Un nuevo amanecer resurgía ante mí.

Lídia Castro Navàs

Sola

Acababa de salir del trabajo, tarde, como siempre, pero estaba contenta por todos mis logros en el nuevo proyecto. Me sentía ilusionada con lo que ello podía aportar a la humanidad: ¡el avance a nivel tecnológico sobrepasaba la lógica!

La luz ya había dejado paso a la oscuridad que era solo interrumpida por la tenue iluminación de algunas farolas, las cuales parecían indicarme el camino hacia el aparcamiento, como si se tratasen de los indicadores de una pista de aterrizaje.

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Bajo el sutil resplandor que surgía de uno de los focos situados en lo alto de la parte trasera del edificio, aguardaba mi nuevo y reluciente coche. En la oscuridad era imposible apreciar el precioso azul cobalto, oscuro y metalizado, de la carrocería. La decisión del color había sido muy meditada. Mi sentido de la responsabilidad me decía que la mejor elección era un color claro, fácilmente visible, tanto para los otros coches, como para los peatones. Pero fue llegar al concesionario, ver ese color en un modelo de la exposición y enamorarme perdidamente.

La tarjeta que me daba acceso al laboratorio aún seguía colgando del bolsillo de mi camisa, por donde asomaba mi apreciado bolígrafo de plata. Había sido un regalo de mi abuelo el día en que me gradué. Siempre recordaré su sonrisa al entregármelo, se podía vislumbrar en sus ojos la alegría y el orgullo que sentía.

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Llevaba las llaves en la mano, y el dedo pulgar encima del botón que accionaba el mecanismo de apertura. Estaba a punto de presionarlo, cuando una presencia a mis espaldas me hizo parar en seco… Me giré rápidamente, pero ya era demasiado tarde, esa presencia me había asaltado y pude notar el tacto de sus guantes de cuero encima de mi boca. Al instante, caí inconsciente, a causa seguramente del cloroformo, u otra sustancia similar, que empapaba un pañuelo de algodón.

Cuando desperté, me encontraba en el suelo de una especie de zulo oscuro y húmedo, me sentía aturdida y había perdido la noción del tiempo. Mi ropa había desaparecido y ahora llevaba una bata de hospital de un color indeterminado, de esas que son abiertas en la parte trasera.

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Me sorprendió un fuerte dolor en el costado derecho y me llevé la mano instintivamente hacia allí. Pude palpar, con gran temor, una cicatriz reciente, burdamente cosida… ¿Pero qué me habían hecho? ¿Cómo podía salir de allí? ¿Qué me pasaría ahora? Un terror irracional se apoderó de mí y el inconsciente me llevó de nuevo.

Lídia Castro Navàs

Cuaderno de bitácora perdido

Diario de abordo:

Día 127 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.

El sistema de navegación de mi velero ya no emite señal alguna desde la descomunal tormenta que aconteció hace unas cuantas lunas. He perdido la cuenta del tiempo que llevo navegando sin rumbo, a la deriva.

Agradezco a lo más sagrado haber sobrevivido esa fatídica noche. Lo único que anhelé, en el momento en que luchaba contra la naturaleza en su estado más salvaje, no era ninguna de mis posesiones materiales, sino que me vi sorprendida al recordar la agradable sensación de mis pies calientes (y secos) bien enfundados en unos calcetines de lana, observando cómo el fuego del hogar se consumía lentamente, mientras una buena taza de té calentaba mis manos. ¡Ay, mis pobres manos! Un terrible escalofrío me ha recorrido la espalda al pensar en ellas. Acabaron desgarradas a causa de la fuerza usada para amarrar los cabos sueltos. Las necesité para aferrarme con firmeza a cualquier superficie disponible y evitar caer por la borda.

La comodidad de la cabina, antes tan acogedora y recogida, se había esfumado dejando paso a un remolino de cosas tiradas por doquier. Mis libros están desperdigados por el suelo, algunos incluso han perdido sus hojas y otros se han convertido en acordeones de papel a causa del agua. Muchos enseres están mojados, rotos o simplemente han desaparecido. Entre ellos, mi preciada cámara de fotos, que flota plácidamente en un rincón encharcado.

Mis ojos habían visto muchos paisajes a través del objetivo de la Nikon a lo largo de este viaje iniciático. No sabría decidir cuál de ellos formaría parte de un hipotético titular. Sería una ardua tarea tener que escoger solo uno. Aunque no tengo la certeza de poder salvar ninguna de las imágenes tomadas, pues acabó también remojada, como todo lo demás.

La escasez de alimento, el exceso de sol, la falta de sueño y la ausencia de contacto humano empiezan a perturbar mis exhaustos sentidos. No sé si podré resistir mucho más tiempo. Me encuentro sumida en un pesar que deja mi pecho herido con cada inspiración.

Aún no he encontrado lo que había venido a buscar, pero tengo la sensación de estar más cerca que nunca. ¿Será cierto que, sea lo que sea, está al alcance de mi mano o es mi perdida razón la que me hace creerlo?

***

Diario de abordo:

Día 128 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.

Después de la tormenta viene la calma

Y es verdad. Algo que me sobra ahora mismo es calma. Demasiada calma me rodea.

Estoy tumbada boca arriba en la cubierta de lo que queda de mi velero, mirando hacia el cielo inmensamente azul y me siento derrotada. La naturaleza me ha arrebatado todo lo que me permitía seguir el viaje y ahora estoy perdida, dejándome llevar por las corrientes marítimas con rumbo hacia lo desconocido.

La nada me acompaña en esta fase del recorrido y no tengo fuerzas ni para imaginar cuál va a ser mi siguiente paso.

Solo me queda pensar, devanarme los sesos hasta que me ahogue en ellos. Mis pensamientos parecen ser lo único de mí que no está exhausto. No paro de reflexionar sobre el sentido de todo esto. Ni siquiera recuerdo ya el objetivo de esta travesía. Creo que vine en busca de algo, pero ni yo misma sé de qué se trata. Y, justo en este preciso instante, me doy cuenta de que en estos días he superado mis más temibles miedos: la soledad, la oscuridad, la falta de cariño, el silencio. Pero no estoy segura de que fuera eso lo que buscaba.

De repente, un sonido inusual interrumpe mis más profundos pensamientos, rompiendo, a la vez, el monótono murmullo que emite mi barco flotando en el agua. Es una especie de graznido que me resulta muy familiar, demasiado familiar. ¡Es una gaviota!

Ese sonido estridente, llegando incluso a ser molesto, me ha alegrado de forma desmesurada. ¡Si hay una gaviota, hay tierra cerca!

Me incorporo lo más rápido que mi fatigado cuerpo me permite. Con el ceño fruncido, intentando agudizar mis sentidos, vislumbro unas rocas y, a lo lejos, lo que parece una pequeña isla. Esa isla es mi salvación. Mis labios, resecos y agrietados por la salinidad del ambiente, esbozan una tímida sonrisa. Aún hay esperanza.

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Diario de abordo:

Día 129 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.

Con el corazón en un puño e intentando ayudar a mi descompuesto barco a virar con la ayuda de un improvisado remo, me dirijo hacia la misteriosa isla.

¿Qué me deparará el destino? Los latidos de mi corazón fatigado cada vez son más fuertes a medida que voy acercándome a ese deseado e improvisado puerto.

La baja marea provoca que mi velero quede encallado a unas cuantas millas de la orilla. La poca energía que tengo no me permite ni siquiera gritar de frustración cuando eso ocurre. No puedo desperdiciarla (la energía), pues la necesito para nadar hasta la isla. Cojo el trozo de mástil partido, con el que me he ayudado a remar, y lo uso a modo de soporte flotante.

El agua se me antoja más cálida, supongo que debido a que hay poca profundidad, y el tacto de la arena bajo mis pies cansados es como un suave masaje reparador. El hecho de pisar tierra firme me supone un alivio enorme después de tantos días sobreviviendo a flote y tengo la falsa sensación de volver a controlar la situación. Una situación que se me había escapado por completo de las manos, hacía solo 48 horas atrás mi vida estuvo en manos del mismísimo Poseidón.

En cuanto llego a la orilla, después de mucho esfuerzo y sacrificio, casi sin respiración y arrastrando los pies por la arena blanquecina, me derrumbo sobre mis rodillas y dejo caer los brazos a mis costados, como si su peso fuera demasiado para poder soportarlos en alto. No puedo evitar que la emoción me invada y mis ojos se llenen de lágrimas. Lágrimas un tanto amargas, por no conocer qué pasará a continuación, pero también de alegría, ya que sabía que mi salvación ahora era una posibilidad y no un sueño.

Abandono el remo en la playa y me adentro en la espesura de palmeras, arbustos leñosos y otras especies florales como hortensias, camelias y orquídeas profusamente coloridas. Todo a mi alrededor me transmite una sensación de estabilidad, cierro los ojos, inspiro profundamente y una fragancia fresca y muy agradable llena mis pulmones. Y entonces escucho un rumor, entre la multitud de sonidos procedentes de los “habitantes” del lugar. Estoy segura de que hay cerca una fuente natural de agua. Voy avanzando, haciéndome paso con ayuda de mis mutiladas manos y con cuidado de no pisar en falso. Me gusta haber recuperado el equilibrio y no quiero perderlo. El rumor se hace cada vez más audible. Nunca hubiera imaginado lo que me aguarda detrás de las increíblemente grandes hojas de un arbusto verdoso. Un pequeño salto de agua se puede vislumbrar a media distancia, rodeada de más vegetación. ¡Agua dulce! Estoy salvada (al menos, de momento).

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Diario de abordo:

Día 130 de mi travesía en solitario por aguas abiertas.

Sosteniendo la respiración, como si el salto de agua fuera a desvanecerse con una de mis exhalaciones, continúo mi camino directa hacia la cascada. Cerca de la orilla, no puedo contener las ganas de saciar mi sed y sin pensarlo dos veces, me abalanzo hacia el agua como alma que lleva el diablo. Con las rodillas y las manos sobre el terreno lodoso, hundo mi cara en el refrescante elixir y siento cómo mi boca se llena del preciado líquido, con alguna que otra impureza, pero eso no me importa. Mi cuerpo, al límite de la deshidratación, agradece hasta el extremo cada maravilloso trago.

Y vuelvo a elevar el tronco, con la cabeza hacia atrás, alzándola hacia el cielo y creo renacer. Una agradable sensación de gratitud me llena por completo. Abro los ojos y mientras observo cómo el azul cielo se cuela entre la espesa y salvaje vegetación, creo percibir algo que me acecha desde un arbusto cercano. No soy capaz de mover ni un solo músculo, cuando, de repente, un golpe en la cabeza me hace desvanecer. Solo llego a sentir mi cálida sangre chorreando por la nuca hasta alcanzar mi espalda; y frío, mucho frío. Mis ojos, todavía entreabiertos, solo distinguen sombras borrosas, como si todo estuviera rodeado por una espesa bruma recién aparecida.

Y, casi sin querer, expiro mi último aliento de vida. Una vida que se me escapa sin remedio. A la vez que un montón de imágenes pasan por mi mente a modo de diapositivas: mi feliz infancia, mi rebelde adolescencia, los retos de mi edad adulta… Los juegos, las risas, las lágrimas y esas emociones vividas. Todo llega irremediable a su fin. Un fin poco habitual, un fin inaudito, un fin que nunca hubiera podido predecir. Pero así es la vida, impredecible.

Lídia Castro Navàs

Momentos de evasión

Es una persona normal y corriente, de esas que no destacaría entre una multitud apiñada en un vagón de metro en hora punta; de esas que no sobresaldría por sus graciosas ocurrencias o su inteligente conversación; de esas que nunca sería el centro de atención en una fiesta o en una reunión social…

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Suele pasar sus rutinarios días trabajando, encerrada en su grisáceo zulo recopilando monótonos datos con su ordenador anticuado. Apartada del mundo y de sus compañeros… Lo único que la acompaña, en su afán de recopilar datos sin sentido, es su inseparable café bien cargado y el cansino ruido que emite esa decrépita máquina, más cercana a un tractor viejo que a una computadora de uso profesional.

La desidia invade todos los recovecos de su ser durante la larga jornada laboral, hasta que suena el timbre del cambio de turno y una tímida sonrisa se puede vislumbrar en su apagado y envejecido rostro. El paso de los años ha hecho mella en su piel, borrando todo rastro de juventud y frescura. Pero en ese preciso momento del día, una brillante y esperanzadora luz inunda sus ojos castaños y casi se puede intuir a través de sus grandes gafas de pasta oscura, que usa a modo de antifaz para ocultar su verdadera belleza.

Y llega el momento de salir del edificio que oprime sus sentidos, y convertirse en lo que ella quiera, sin tener en cuenta lo que los demás piensen. Esa reconfortante sensación recorre su cuerpo todos lo días en el preciso instante en que abandona la oficina. Abre la puerta con una energía renovada y la deja cerrar tras de sí, con una despreocupación pasmosa.

En cuanto llega a su casa se convierte en una heroína capaz de salvar al mundo del apocalipsis, capaz de combatir plagas de alienígenas, capaz de matar a zombies sedientos de sangre humana… ¡Llega su momento! ¡Llega el momento de ser lo que ella quiera ser!

Lídia Castro Navàs